JACOBO BOEHME
(1575-1624) |
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"DIÁLOGOS MISTICOS" |
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Teorema,
S.A. Barcelona 1982
Traducción Manuel Algora |
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DIÁLOGO II ARGUMENTO Aquí se describe y expone la manera de pasar el río que divide los dos principios o estados de cielo e infierno. Y se muestra particularmente cómo se lleva a cabo en el alma esta transacción, y cuál es en ella el muro de la partición que la separa de Dios. Cuál es el derribo de este muro de partición, y de qué modo se lleve a efecto; cuál es el centro de la luz de Dios, y cuál la de la Naturaleza; de qué modo son operativas en sus diversas esferas, y cómo evitar que interfieran una con la otra; se da cuenta de las dos voluntades y de su contraposición en el estado caído; de la rueda mágica de la voluntad, y de cómo su movimiento puede ser regulado; del ojo que se halle en medio de ella, lo que el ojo derecho es para el alma, y lo que es el izquierdo, pero especialmente que es el ojo único, y de qué modo ha de obtenerse; de la purificación ante el contagio de la materia; de la destrucción del mal, y de la aniquilación misma de él, por el desplome de la voluntad, y procede de un único punto; dónde esta situado tal punto, y de que modo puede ser descubierto; y cuál es el más seguro y cercano modo de alcanzar el elevado estado sobrenatural, y el reino interior de Cristo, de acuerdo a la verdadera magia o sabiduría celestes. El discípulo, muy anhelante de ser instruido más plenamente sobre cómo podría llegar a la vida suprasensible, y sobre cómo, habiendo encontrado todas las cosas, podría llegar a ser un rey sobre todas las obras de Dios, se allegó nuevamente a su Discípulo a la mañana siguiente, de modo que estuviera dispuesto a recibir y aprender las instrucciones que se le darían por medio de una irradiación divina emitida sobre su mente. El discípulo, tras un corto rato de silencio, se inclinó, y rompió a hablar así: Discípulo.– ¡Oh, Discípulo mío! ¡Discípulo mío! He tratado de recoger mi alma en presencia de Dios, y de arrojarme a esa profundidad en la que criatura alguna reside o puede residir, de modo que pudiera escuchar la voz de mi Señor hablando en mí, y fuera iniciado a esa elevada vida de la que oí ayer pronunciar tan grandes y, asombrosas cosas. Pero, !ay!, ni escucho ni veo como debería. Hay todavía en mí un muro de partición que hace rebotar hacia atrás los sonidos celestiales, y obstruye la entrada de esa luz que es la única con la que pueden descubrirse los objetos divinos; y hasta que este muro no sea derribado, pocas esperanzas podré tener, o incluso ninguna, de llegar a esas gloriosas consecuencias a las que me impulsaste, de entrar en aquello en lo que ninguna criatura habita, y a lo que llamas nada y, todas las cosas. Sé por tanto tan amable de informarme qué es lo que se requiere de mi parte, de modo que esta partición obstaculizante pueda ser derribada o apartada. Maestro. – Esta partición es esa voluntad tuya que es propia de la criatura, y no puede ser derribada por nada salvo por la gracia de la autonegación, que es la entrada en el verdadero seguimiento de Cristo; y no puede ser apartada por nada salvo por una perfecta conformidad con la voluntad divina. Discípulo. – Pero, ¿cómo seré capaz de romper esta voluntad propia de la criatura, que está en enemistad con la voluntad divina? O, ¿qué habré de hacer para seguir a Cristo en un sendero tan difícil, y no desmayar en un curso continuo de autonegación y de resignación a la voluntad de Dios? Maestro. – Esto no has de hacerlo por ti mismo, sino por la luz y por la gracia de Dios recibirás en tu alma las cuales, si no te contradices, derribarán la obscuridad que hay en ti, y fundirán tu propia voluntad, que trabaja en las tinieblas y en la corrupción de la Naturaleza, llevándola a la obediencia de Cristo, con lo cual la partición del yo de la criatura es apartada de en medio de Dios y tú. Discípulo. – Sé que no puedo hacerlo yo mismo. Pero quisiera de buena gana aprender cómo he de recibir esta luz y esta gracia divinas que han de hacerlo por mí, si no lo impido yo mismo. ¿Qué, pues, se requiere de mi a fin de admitir esto que derribará la partición, y de promover la consecución de los fines de tal admisión? Maestro. – No se requiere nada más de ti en principio que no resistirse a esta gracia que se manifiesta en ti; y nada en toda el proceso de tu obra salvo ser obediente y pasivo a la luz de Dios, que brilla a través de las tinieblas de tu ser de criatura, quien la comprende, pues no puede elevarse más allá de la luz de la Naturaleza. Discípulo. – Mas, ¿acaso no he de alcanzar, si puedo, tanto la luz de Dios y la luz de la Naturaleza operando en sus esferas; y tener abiertos juntos al mismo tiempo tanto el ojo del tiempo como el ojo de la eternidad, sin que no obstante interfieran uno con el otro. Discípulo. – Gran satisfacción me produce escuchar esto, habiéndome hallado muy desasosegado al respecto por algún tiempo. Pero, la dificultad está en saber cómo puede hacerse esto sin que interfieran uno con el otro. Es por ello que desearía saber, si fuese licito, los limites de uno y otro; y de qué modo pueden tanto la luz divina como la luz natural actuar y operar respectivamente en sus diversas esferas, para la manifestación de los misterios de Dios y de los misterios de la Naturaleza, y para la conducta de mi vida exterior y de mi vida interior. Maestro. – A fin de estas puedan conservarse distintas en sus diversas esferas, sin confundir las cosas celestiales con las cosas terrenales, y sin romper la cadena dorada de la sabiduría, será necesario, hijo mío, en primer lugar, aguardar y esperar la luz sobrenatural y divina como esa luz superior designada para gobernar el día, que se eleva por el verdadero Este, que es el centro del paraíso. Romperá con gran poder a través de tus tinieblas, a través de un pilar de fuego y de nubes tormentosas, reflejando así también una suerte de imagen de sí misma sobre la luz inferior de la Naturaleza, que de este modo se mantiene subordinada; lo de abajo se hace sirviente de lo de arriba, y lo de afuera se hace sirviente de lo de adentro. No habrá por tanto peligro alguno de interferencia, sino que todo irá bien, y todo residirá en su esfera apropiada. Discípulo. – Por consiguiente, si la razón o la luz de la Naturaleza no es santificada en mi alma e iluminada por esta luz superior, como si lo fuese desde el este central del santo mundo de la luz por el sol eterno e intelectual, percibo que siempre habrá algo de confusión, y que nunca será capaz de manejar correctamente que es lo que concierne al tiempo y qué a la eternidad; estará siempre perdido y romperá los eslabones de la cadena de la sabiduría. Maestro. – Es como tú has dicho. Todo es confusión si sólo tienes la tenue luz de la Naturaleza, o una razón no santificada ni regenerada por la que guiarte; y si en ti sólo está abierto el ojo del tiempo, que no pueda penetrar más allá de su propio límite. Busca por tanto la fuente de la luz, dando en los cimientos profundos de tu alma a que se eleve en ellos el sol de la rectitud, por medio del cual la luz de la Naturaleza que hay en tí, junto con sus propiedades, vendrá a brillar siete veces más de lo ordinario. Pues recibirá el sello, imagen e impresión de lo suprasensible y sobrenatural; de modo que la vida sensible y racional será llevada al orden y a la armonía más perfectos. Discípulo. – Pero, ¿en qué modo he de aguardar este sol glorioso, y cómo he de buscar en el centro esta fuente de luz que pueda iluminarme y llevar todas mis propiedades a una perfecta armonía? Estoy en la Naturaleza, como antes dije; y ¿de qué modo pasaré a través de la Naturaleza y de su luz, de modo que pueda llegar a ese terreno sobrenatural y suprasensible en el que se eleva esta luz verdadera, que es la luz de las mentes, y ello sin la destrucción de mi Naturaleza, y sin sofocar la luz de ésta, que es mi razón? Maestro. – Cesa de tu propia actividad, fijando persistentemente tu ojo sobre un solo punto, y confiándote con fuerte propósito a la gracia prometida de Dios que se da en Cristo, el cual tiene como fin sacarle de las tinieblas para hacerte entrar en su maravillosa luz. Para esto, recoge todos tus pensamientos, y dirígete con fe hacia el centro, agarrándote a la palabra de Dios, que es infalible, y que te ha llamado. Sé pues obediente a esta llamada, y mantente silencioso ante el Señor, sentado en soledad con él en tu celda más interna oculta, estando tu mente centralmente unida en sí misma, aguardando su voluntad con la paciencia de la esperanza. De ese modo tu luz romperá con la mañana, y después de que haya pasado su rojez, el Sol mismo, al que aguardas, se elevará en ti, y bajo sus curativas alas te regocijarás grandemente, ascendiendo y descendiendo en sus brillantes y salutíferos destellos. Advierte que este es el verdadero fundamento suprasensible de la vida. Discípulo. – Así lo creo yo. Pero ¿no destruirá esto a la Naturaleza? ¿Acaso no se extinguirá en mí la luz de la Naturaleza por causa de esta luz mayor? ¿No perecerá entonces acaso la vida exterior, junto con el cuerpo terrestre que porto? Maestro. – En absoluto. Es cierto que la Naturaleza maligna será destruida, pero con la destrucción de ésta no puedes perder nada, sino ser un ganador. La esencia eterna de la Naturaleza es la misma de antes y después, y sus propiedades son las mismas. Es así que con esto la Naturaleza simplemente se ve avanzada y mejorada; y la luz de la Naturaleza, o razón humana, al ser mantenida dentro de sus limites debidos, y al ser regulada por una luz superior, simplemente se vuelve más útil. Discípulo. – Te ruego me hagas saber de qué modo debo usar esta luz inferior; cómo he de mantenerla dentro de sus límites debidos; y de qué modo la regula y ennoblece la luz superior. Maestro. – Sabe pues, querido hijo mío, que si deseas mantener la luz de la Naturaleza dentro de sus propios límites, y hacer uso de ella en justa subordinación a la luz de Dios, debes considerar que hay en tu alma dos voluntades: una voluntad inferior, que te conduce hacia las cosas de afuera y de abajo, y una voluntad superior, que te conduce hacía las cosas de adentro y de arriba. Estas dos voluntades se hallan ahora juntas, espalda contra espalda, como si dijéramos, y en directa contrariedad de una con la otra; pero no fue así al comienzo. Pues esta contraposición del alma en estas dos no es sino el efecto del estado caído; antes de ésta una estaba colocada debajo de la otra, esto es, la voluntad superior encima, haciendo de señor, y la inferior debajo, haciendo de súbdito. Y así debería haber seguido siendo. También has de considerar que, en respuesta a estas dos voluntades, hay igualmente en el alma dos ojos por los cuales son diversamente dirigidas; pues estos ojos no están unidos en una única visión, sino que miran en direcciones contrarias al mismo tiempo. Están asímismo dispuestos uno contra el otro, sin un medio común que los una. Y de aquí que mientras esta doble visión permanezca, es imposible que haya acuerdo alguno en la determinación de cada una de las voluntades. Esto resulta muy llano, y muestra la necesidad de que esta enfermedad, surgida de la desunión de los rayos de visión, sea de algún modo remediada, a fin de obtener un Nuevo discernimiento de la mente. Ambos ojos, por tanto, deben unirse por una concentración de rayos; pues no hay nada más peligroso para la mente que hallarse así en la duplicidad, y no tratar de llegar a la unidad. Percibes, lo sé, que hay en ti dos voluntades, una contra la otra, la superior y la inferior; y que también tienes dos ojos en tu interior, uno contra el otro. A un ojo podemos llamarlo el ojo derecho, que es de acuerdo al ojo derecho que se mueve la rueda de la voluntad superior; y que es de acuerdo al movimiento del ojo izquierdo que gira la rueda contraria e inferior. Discípulo. – Percibo, señor, que todo esto es muy cierto; y es esto lo que causa en mi un combate continuo, y me crea una ansiedad mayor de la que soy capaz de expresar. Y estoy familiarizado con la enfermedad de mi propia alma, que tan claramente has declarado. ¡Ay!, percibo y lamento esta enfermedad que tan miserablemente trastorna mi vista; de aquí que sienta irregularidades y convulsivos movimientos que me arrastran a un lado o al otro. El espíritu no ve como lo hace la carne; y la carne no ve como el espíritu, ni puede hacerlo. De aquí que la voluntad del espíritu vaya contra la carne; y que la voluntad de la carne vaya en contra de mi espíritu. Este ha sido mi difícil caso. Pero, ¿cómo remediarlo? ¡Oh, desearía saber cómo llegar a la unidad de la voluntad, y cómo entrar en la unidad de la visión! Maestro. – Toma ahora nota de lo que te digo. Tu ojo derecho mira hacia delante y hacia la eternidad. Tu ojo izquierdo mira hacia atrás y hacia el tiempo. Si sufres de estar mirando siempre hacia la naturaleza y hacia las cosas del tiempo, y de estar conduciendo la voluntad para buscar algo en el deseo, será imposible para ti llegar alguna vez a la unidad que tanto deseas. Recuerda esto, y estate en guardia: no des a tu mente venia para entrar en, o llenarse de, aquello que está fuera de ti, ni mires hacia atrás sobre ti mismo; lo que has de hacer es abandonarte a ti mismo y mirar hacia delante sobre Cristo. No dejes que tu ojo izquierdo te engañe haciendo continuamente una representación detrás de otra, y excitando con ello una ansiosa codicia de autopropiedad. Deja más bien que tu ojo derecho mande traer de vuelta al izquierdo, y lo atraiga hacia a ti, de modo que no pueda corretear a sus anchas por las maravillas y deleites de la Naturaleza. Si, es mejor desarraigarlo y expulsarlo de ti, que tener que sufrir que prosiga sin restricción en la Naturaleza, siguiendo sus propios antojos. Sin embargo, no hay necesidad de esto, pues ambos ojos pueden volverse muy útiles, si se ordenan correctamente. Tanto la luz divina como la luz natural pueden subsistir juntas en el alma, y ser de mutuo servicio una para la otra. Mas nunca llegarás a la unidad de la visión o a la uniformidad de las voluntades, si no entras plenamente en la voluntad de Cristo nuestro Salvador, introduciendo así el ojo del tiempo en el ojo de la eternidad, y descendiendo, por medio de esta unión, a la luz de la Naturaleza a través de la luz de Dios. Discípulo. – Por tanto, si tan sólo consigo entrar en la voluntad de mi Señor, y morar en ella estará a salvo. Podré entonces alcanzar la luz de Dios, en el espíritu de mi alma, y ver con el ojo de Dios, es decir, con el ojo de la eternidad, en el fundamento eterno de mi voluntad, y podré al mismo tiempo gozar de la luz de este mundo, no degradando, sino adornando la luz de la Naturaleza. Contemplaré con el ojo de la eternidad las cosas eternas, y con el ojo de la Naturaleza las maravillas de Dios, y sustentando por ello la vida de mi vehículo o cuerpo exterior. Maestro. – Estás en lo correcto. Lo has comprendido bien. Ahora deseas entrar en la voluntad de Dios, y morar en ella como en el terreno suprasensible de la luz y de la vida, de modo que puedas con su luz contemplar tanto el tiempo como la eternidad, llevando todas las maravillas creadas por Dios para el exterior, pudiéndote así regocijar en ellas para la gloria de Cristo; la partición de tu voluntad, propia de la criatura, habrá sido derribada, y la visión de tu espíritu habrá sido simplificada en y a través del ojo de Dios, que se manifestará en el centro de tu vida. Que esto sea así ahora, pues es voluntad de Nos. Discípulo. – Pero es muy difícil estar mirando siempre adelante hacia la eternidad, y consiguientemente obtener este único ojo y la simplicidad de la visión divina. La entrada de un alma desnuda en la voluntad de Dios, cerrándose a todas las imaginaciones y deseos, y derribando la fuerte partición que mencionas, es en verdad algo terrible y traumático para la naturaleza humana tal como está en su presente estado. Entonces, ¿qué he de hacer para alcanzar esto que tanto anhelo? Maestro. – Hijo mío, que el ojo de la naturaleza junto con la voluntad de las maravillas no te aparten de ese ojo que está introvertido en la libertad divina, y en la luz eterna de la majestad santa, sino que te traiga esas maravillas por unión con ese ojo interno celestial, maravillas que son ejecutadas y manifestadas en la naturaleza visible. Pues mientras que estés en el mundo y tengas un empleo honesto, estarás ciertamente obligado, por orden de la Providencia a trabajar en él y a acabar la labor que te ha sido encomendada, de acuerdo a lo mejor de tus capacidades, sin quejarte en lo más mínimo, buscando y manifestando las maravillas de la Naturaleza y del arte para gloria de Dios. Pues, sea lo que sea la Naturaleza, es todo obra y arte de Dios. Y sea lo que sea el arte, también será obra de Dios, antes que arte o artificio alguno del hombre. Y todo, tanto en el arte como en la Naturaleza, sirve abundantemente para manifestar las maravillosas obras de Dios, a fin de que él, por todo y en todo, sea glorificado. Sí todo sirve, si sabes el modo correcto de usarlo; pero recógete más hacia dentro, conduciendo tu espíritu hacia esa majestuosa luz en la que han de verse los patrones y las formas originales de las cosas visibles. Mantente por tanto en el centro, y no te apartes de la presencia de Dios revelada dentro de tu alma; no permitas que el mundo y el diablo hagan un ruido tan grande que traigan hacia afuera, no les des importancia; no pueden dañarte. Le está permitido el ojo de tu razón buscar alimento para el cuerpo terrestre. Pero entonces este ojo no debe entrar con su deseo en el alimento preparado, lo que sería avaricia, sino que simplemente debes traerlo ante el ojo de Dios en tu espíritu, y debes buscar el modo de colocarlo muy cerca de este ojo mismo, sin permitir que se vaya. Advierte bien esta lección. Deja que tus manos o tu cabeza estén trabajando, pero tu corazón debería no obstante reposar en Dios. Dios es Espíritu; habita en el Espíritu, trabaja en el Espíritu, ora en el Espíritu, y hazlo todo en el Espíritu, pues has de recordar que tú también eres espíritu, creado por tanto a imagen de Dios. Cuida por tanto de no atraer materia hacia ti con tu deseo, sino abstraerte lo más posible de toda suerte de materia. Y así, hallándote en el centro, preséntate ante Dios como un espíritu desnudo, con simplicidad y pureza; y asegúrate de que tu espíritu no atrae nada que no sea espíritu. Te verás, sin embargo, muy tentado a atraer materia, y a reunir lo que el mundo llama sustancia, a fin de tener algo visible a lo que confiarte. Pero no consientas en ningún modo ceder ante el tentador, ni rendirte a los caprichos de tu carne en contra del espíritu. Pues al hacerlo así infaliblemente oscurecerás la luz divina que en ti hay. Tu espíritu se enfermará con la oscura raíz de la avaricia, y refulgirá con orgullo y cólera debido al ígneo dolor de tu alma. Tu voluntad será encadenada a la terrenidad y se sumergirá, a través de la angustia, en las tinieblas y en el materialismo; y, nunca serás capaz de alcanzar la libertad en calma, ni de hallarte ante la majestad de Dios. Puesto que esto equivale a abrir una puerta para aquél que reina en la corrupción de la materia, posiblemente el diablo te aúlle por este rechazo; pues nada puede vejarlo más que dicha silenciosa abstracción del alma, y su introversión hacia el punto de descanso frente a todo lo mundano y circunferencial. Pero no le hagas caso, ni admitas en tí la menor mota de polvo de esa materia que él pueda reclamar. Todo se convertiría en tinieblas para ti, tanta como materia atraigas hacia ti por el deseo de tu voluntad. Te oscurecerá la majestad de Dios, y cerrará el ojo que ve, ocultándote la luz de su adorable rostro; esto es lo que la serpiente ansía hacer; pero en vano, excepto que permitas a tu imaginación, ante su sugerencia, recibir a la seductora materia; si no es así, no podrá entrar en ti. Ten pues presente, si deseas ver la luz de Dios en tu alma y ser iluminado y conducido divinamente, que ésta es la vía breve que has de tomar: no dejar que el ojo de tu espíritu entre en la materia, o se llene de cosa alguna, sea en el cielo o en la tierra, sino permitirle entrar, por medio de una fe desnuda, en la luz de la majestad recibiendo así, por medio del amor puro, la luz de Dios, atrayendo al poder divino, poniéndose al cuerpo divino, y creciendo en él hasta llegar a la plena madurez de la humanidad de Cristo. Discípulo. – Como antes dije, y ahora lo digo, esto es dificilísimo. Concibo en verdad bastante bien que mi espíritu debería liberarse del contagio de la materia, y vaciarse enteramente, de modo que pudiera admitir en su interior al Espíritu de Dios. Asímismo que este Espíritu no entrará sino ahí donde la voluntad entra en la Nada, y se resigna en la desnudez de la fe y en la pureza del amor, alimentándose de la palabra de Dios, y revistiéndose por medio de ella con una sustancialidad divina. Pero, ¡ay!, ¡cuán difícil es para la voluntad sumirse en la Nada, no atraer nada, no imaginar nada! Maestro .– Admito que así es, mas, ¿acaso no merece la pena, más que todo lo que puedas hacer alguna vez? Discípulo. – Así es debo confesarlo. Maestro. – Pero quizá no sea tan difícil como a primera vista parezca; haz el intento y sé sincero. ¿Qué otra cosa se requiere de ti, salvo que estés en calma y veas la salvación de tu Dios? ¿Dónde está aquí la dificultad? No tienes nada de que cuidarte, nada que desear en tu vida, nada que imaginar o atraer, sólo tienes que poner tu cuidado sobre Dios, quien cuida de ti, y permitir que él disponga de ti de acuerdo a su buena voluntad y placer, incluso como si no tuvieses una voluntad propia. Pues él sabe qué es lo mejor. Y si tan sólo puedes confiar en él, ciertamente que hará lo que sea mejor para ti, mejor que si te encomendases a tu propia elección. Discípulo. – Esto lo creo muy firmemente. Maestro. – Si lo crees así, ve y actúa de acuerdo con ello. Todo está en la voluntad, como te he mostrado. Cuando la voluntad imagina algo, entra en ese algo, y este algo toma al punto a la voluntad adentro suyo, obnubilándola, de modo que carece de luz y debe permanecer en las tinieblas, a no ser que retorne desde ese algo a la nada. Pero cuando la voluntad imagina o ansía la Nada, entra en la Nada, en donde recibe la voluntad de Dios adentro suyo, y así mora en la luz y trabaja en ella todas sus obras. Discípulo. – Entiendo ahora que la causa principal de la ceguera espiritual de cualquiera es permitir que su voluntad entre en algo, o en aquello que ha llevado a cabo, o, sea cual sea su naturaleza, buena o mala, y asentar su corazón y sus afectos sobre la obra de sus propias manos o de su propio cerebro. Y que cuando el cuerpo terrestre perece al alma queda aprisionada en la cosa misma que ha recibido y a la que ha permitido entrar: y si la luz de Dios no se halla en ella, hallándose privada de la luz de este mundo, sólo puede encontrarse en una oscura prisión. Maestro. – Esta es muy preciosa puerta del conocimiento, y estoy contento de que la tengas en tanta consideración. La comprensión de las Escrituras enteras se halla en ella contenida, y todo lo que se ha escrito desde el comienzo del mundo puede hallarse en ella; lo hallará quien, habiendo introducido su voluntad en la Nada, ha encontrado en ésta todas las cosas al encontrar a Dios, por quien, de quien, y en quien son todas las cosas. Por este medio llegarás a oír y ver a Dios. Y cuando esta vida terrestre haya acabado, llegarás a ver con el ojo de la eternidad todas las maravillas de Dios y de la naturaleza, y más particularmente aquellas que serán ejecutadas por ti en la carne, o todo aquello que el Espíritu de Dios te haya encomendado hacer para ti mismo y tu prójimo, o todo lo que el ojo de la razón, iluminado desde arriba, pueda haberte manifestado en cualquier momento. No te demores, pues, en entrar por esta puerta, la cual, si la ves con el espíritu igual que la han visto algunas almas altamente favorecidas, verás en el terreno suprasensible todo lo que Dios es y puede hacer. Verás también, como dijo uno que fue introducido, a través de los cielos, infiernos y tierra, y a través de la Esencia de todas las esencias. Quienquiera que la encuentra, ha llegado todo lo que puede desear. Aquí el poder y la virtud de Dios están desplegados. Aquí se encuentran la altura y la profundidad; aquí se manifiestan su anchura y su longitud, tanto como la capacidad de tu alma pueda contenerlos. Llegarás así al terreno a partir del cual se originan todas las cosas, y en el cual subsisten; y en él reinarás sobre todas las obras de Dios, como príncipe de Dios. Discípulo.– Te ruego me digas, querido maestro, dónde reside esto en el hombre. Maestro.– Ahí donde el hombre no habita; ahí tiene su sede en el hombre. Discípulo. – ¿Dónde se encuentra en el hombre el lugar en el que el hombre no habita en sí mismo? Maestro.– Es el terreno designado de un alma a la que nada se adhiere. Discípulo. – ¿Dónde se halla en cualquier alma el terreno al que nada se adhiere? ¿Dónde está aquello que no habita y reside en algo? Maestro. – Es el centro de reposo y movimiento en la voluntad resignada de un espíritu verdaderamente contrito, que está crucificado ante el mundo. Este centro de la voluntad es consecuencia impenetrable para el mundo, para el diablo y para el infierno. No hay nada en el mundo que pueda entrar en él, o adherirse a él, pese a cuantos diablos puedan confederarse en su contra. Pues la voluntad ha muerto con Cristo para el mundo, pero ha sido revivida por él en su centro, conforme a su bendita imagen . He aquí el lugar en el que el hombre no habita, y en el que ningún ser puede morar o residir. Discípulo. – Oh, ¿dónde se halla, este terreno, desnudo del alma, vacío de todo ser? Y, ¿cómo llegaré al centro oculto en el que mora Dios y no el hombre? Dime llanamente, amado señor, dónde se encuentra, y cómo he de encontrarlo y entrar en él. Maestro. – Ahí donde el alma ha matado su propia voluntad, y ya no desea nada de sí misma, sino sólo lo que Dios quiere; conforme el Espíritu de Dios se mueve sobre el alma aparecerá. Cuando el amor egoísta es barrido, el amor de Dios ocupa la morada. Tanto cuanto la voluntad propia del alma muera para sí misma, tanto lugar tomará en ese alma la voluntad de Dios, que es su amor. La razón de esto es que donde antes se asentaba su propia voluntad ahora no hay nada; y allí donde está la Nada, el amor de Dios trabaja en solitario. Discípulo. – Mas, ¿cómo podré concebirlo? Maestro. – Si intentas concebirlo, se escapará de ti; pero si te sometes por completo a ello, morará en ti, y se volverá la vida de tu vida, siendo natural para ti. Discípulo. – ¿Cómo puede ser esto sin morir, y sin la destrucción completa de mi voluntad? Maestro. – Con esta rendición y esta entrega completas de tu voluntad, el amor de Dios se vuelve en ti la vida de tu naturaleza; no te mata, sino que te aviva, pues ahora estás muerto para ti mismo en tu propia voluntad, de acuerdo a su vida apropiada, incluso de acuerdo a la vida de Dios. Y entonces vivirás, aunque no conforme a tu propia voluntad, sino que vivirás su voluntad, por cuanto que tu voluntad se habrá convertido en lo sucesivo en su voluntad. Así que ya no es tu voluntad, sino la voluntad de Dios; ya no es el amor de ti mismo, sino el amor de Dios, quien se mueve y opera en tí; y por tanto, estando comprendido en él, estás como muerto para ti mismo, pero vivo ante Dios. Es así que estando muerto vives, o más bien Dios vive en ti por medio de su Espíritu, y su amor se vuelve para ti como vida que surge de la muerte. Nunca podrías haberlo concebido con toda tu búsqueda; pero él te ha concebido a ti. Así es como se encuentra el tesoro de todos los tesoros. Discípulo. – ¿Cómo es que tan pocas almas lo encuentran, cuando, sin embargo, tantas se alegrarían de tenerlo? Maestro. – Todas lo buscan en algo, y es así que no lo encuentran. Pues cuando hay algo a lo que el alma se puede adherir, entonces el alma sólo encuentra ese algo, y toma su reposo en ese algo, hasta que advierte que ha de encontrarse en la Nada, y sale del algo para ir a la Nada, a esa Nada a partir de la cual se han hecho todas las cosas. El alma dice aquí: "No tengo nada, pues estoy completamente desprovista de todo y desnuda. Nada puedo hacer, pues no tengo poder alguno, y soy como agua vertida. No soy nada, pues todo lo que soy no es sino una imagen de ser, y sólo Dios es para mí YO SOY. Y así, asentada en mi nada, doy gloria al Ser Eterno, no deseando nada para mí misma, de modo que Dios pueda desearlo todo en mí, siendo para mí mi Dios y todas las cosas." Es por esto que son tan pocos quienes hallan este tesoro tan precioso del alma aunque todos desearían tenerlo; y podrían tenerlo, sino fuera por este algo que les estorba a todos. Discípulo. – Pero si el amor se profiriese a un alma, ¿acaso no podría dicha alma hallarlo, y atenerse a él, sin tener que ir a buscarlo a la Nada? Maestro. – No, verdaderamente. Los hombres buscan y no encuentran, pues no lo buscan en el terreno desnudo en que se halla, sino en algo donde no está, ni nunca podrá estar. Lo buscan en su propia voluntad, y no lo encuentran. Lo buscan en su propio autodeseo, y no se encuentran con él. Lo buscan en una imagen, o en una opinión, o en un afecto, o en una devoción o un fervor naturales, y pierden la sustancia al tratar de cazar una sombra. Lo buscan en algo sensible o imaginario, en algo para lo que puedan tener una inclinación natural más peculiar, o una adhesión a ello. Y así pierden lo que buscan, a falta de zambullirse en el terreno suprasensible y sobrenatural, en donde se oculta el tesoro. Ahora bien, si el amor condescendiese graciosamente en manifestarse a esta gente, e incluso en presentarse son evidencia ante el ojo de ese espíritu, no encontraría en ellos, sin embargo, lugar alguno, ni podría ser retenido por ellos, o permanecer con ellos. Discípulo. – ¿Por qué no, si el amor estuviese deseoso y dispuesto a ofrecerse y a permanecer con ellos? Maestro. – Porque la fantasía de su propia voluntad se ha asentado en el lugar del amor. Es así que esta fantasía contendría al amor, pero el amor huiría de ella porque es su prisión. El amor puede ofrecerse, pero no puede habitar allá donde el autodeseo atrae o imagina. Esa voluntad que no atrae nada, y a la que nada se adhiere, es la única capaz de recibirlo; pues sólo habita en la Nada, como ya dije, y por tanto no lo encuentran. Discípulo. – Si sólo habita en la Nada, ¿cuál es su misión en la Nada? Discípulo. – La misión del amor es aquí la de penetrar incesantemente en algo; y si penetra, y encuentra un sitio en algo que permanezca quieto y en reposo, entonces su función es la de tomar posesión de él. Y cuando ha tomado posesión de él, se regocija en él con su llameante fuego de amor, igual que lo hace el Sol en el mundo visible. Y entonces su misión es la encender ininterrumpidamente un fuego en esta algo, un fuego que lo haga arder; y luego, con sus llamas, inflamarse él mismo, elevando así el calor del fuego del amor, incluso en siete grados. Discípulo. – ¡Oh, amado maestro! ¿Cómo podré entender esto? Maestro. – Si tan sólo una vez consigue encender un fuego dentro de ti, hijo mío, sentirás ciertamente de qué modo consume todo lo que toca; lo sentirás al arder en ti mismo devorando rápidamente todo egoísmo, o aquello que llamas Yo y Mí, que son una raíz separada, dividida de la Deidad, la fuente de tu ser. Y al hacerse en ti este incendio, el amor se regocijará de tal manera en tu fuego, que por nada del mundo querrás hallarte fuera de él; si, antes preferirías que te mataran, que no entrar de nuevo en tu algo. Este fuego deberá ahora volverse más caliente cada vez, hasta haber perfeccionado su misión con respecto a ti, y por tanto no cederá hasta llegar al séptimo grado. Su llama será entonces tan grande que nunca te abandonará, incluso aunque te cueste tu vida temporal; te acompañará en la muerte con su dulce fuego del amor; y si fueses al infierno por ti. Nada es más cierto que esto, pues es más fuerte que la muerte y el infierno. Discípulo. – Es suficiente, mi muy querido maestro, ya no puedo resistir que nada me distraiga de él. Pero, ¿cómo hallarte la vía que más cerca me conduzca de él? Maestro. – Ve allá donde el camino se haga más duro, y toma contigo lo que el mundo desprecia. Lo que el mundo hace, no lo hagas tú. Haz en todo lo contrario que el mundo. Así es como más te acercarás a lo que estás buscando. Discípulo. – Si tengo que caminar en todo en dirección contraria al resto de la gente, por necesidad que me hallaré en un estado muy intranquilo y triste, y el mundo no dejará de tenerme como un loco. Maestro. – No te conmino, hijo mío, a la que hagas daño a alguien, creándote con ello cualquier miseria o intranquilidad. No es esto lo que quiero decir cuando te aconsejo que hagas lo contrario del mundo en todo. Pero es que el mundo, como mundo, sólo ama el engaño y la vanidad, y, camina por vías falsas y traicioneras; por tanto, si tu inclinación es la de actuar en una forma limpia, contraria a los caminos del mundo, sin excepción o reserva alguna, camina sólo por la vía correcta, llamada la vía de la luz, pues la del mundo es propiamente la vía de las tinieblas. Pues la vía correcta, el sendero de la luz, es contraria a todas las vías del mundo. Pero si tienes miedo de crearte con ello problemas e inquietudes, ten presente que eso en verdad será así de acuerdo a la carne. En el mundo has de tener problemas, y tu carne no dejará de estar intranquila y de darte la ocasión de un continuo arrepentimiento. No obstante, con esta ansiedad del alma, que surge bien del mundo o de la carne, el amor se inflama muy gustosamente, y su fuego excitante y conquistador simplemente refulge más aún, con mayor fuerza, para destruir dicho mal. También dices que el mundo por esto te considerará loco. Es cierto que el mundo te censurará como loco por caminar en sentido contrario a él, y no te has de sorprender si los hijos del mundo se ríen de ti, llamándote necio o loco. Pues el camino que conduce al amor de Dios es locura para el mundo, pero sabiduría para los hijos de Dios. De aquí que cuandoquiera que el mundo percibe este fuego santo del amor en los hijos de Dios, concluye inmediatamente que se han vuelto locos, y que se han salido de sus casillas. Pero para los hijos de Dios, lo que es despreciado por el mundo constituye su mayor tesoro; sí, es un tesoro tan grande que ninguna vida puede expresarlo, ni lengua alguna puede nombrar qué es este inflamante y conquistador amor de Dios. Es más brillante que el sol; es más dulce que cualquier cosa que se diga dulce; es más fuerte que toda fortaleza; es más nutritivo que el alimento; anima más el corazón de lo que lo hace el vino, y es más placentero que todo el gozo y todos los placeres de este mundo. Quienquiera que lo obtiene, es más rico que cualquier monarca de la tierra; y quienquiera que lo consigue, es más noble de lo que pueda serlo emperador alguno, y más potente y, absoluto que todo poder y autoridad. |
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