PRIMERA PARTE
EL
HOMBRE INTERIOR Y SU EVOLUCIÓN
El
hombre es un misterio porque es "una síntesis de finito e infinito".
¿Qué es el hombre?, o también: ¿qué es lo existente? A esta
pregunta responde Kierkegaard: "el hombre es una síntesis de
infinito y de finito, de temporal e intemporal, de libertad y
necesidad, en una palabra, una síntesis." (1) En realidad, la
perfección de la síntesis es algo por realizar, es obra del hombre
en la medida en que constituye una respuesta.
Lo
finito y el infinito
Comprometerse
en lo finito, dejarse enviscar por ello, estar sediento de éxito y de
poder, amenaza con tentar al hombre y satisfacerlo. Por engaño o por
ignorancia rechaza el infinito, se aparta y se distancia de él.
Ser
atrapado por el infinito, como la mariposa por una llama, puede llegar
a ser una opción, pero a menudo experimenta el sujeto la impresión
de estar forzado; le es imposible actuar de otro modo: "Tú me has
seducido, Yahwé, y yo me he dejado seducir" (Jeremías
XX, 7). El hombre permanece libre pero su consentimiento le
es como arrancado. La seducción, cuando es violenta, corre el peligro
de "embarcar" al ser de tal manera que olvide lo finito (2). La
discordancia entre lo finito y el infinito se experimenta duramente en
la conciencia. El hombre, así, es desgarrado, descuartizado. Si opta
por el infinito dándole su amorosa adhesión, no busca ninguna
protección con respecto a un mundo que en ciertos instantes puede
parecerle hostil; la interioridad no es un rechazo de lo exterior,
sino un lugar de elección que colma una nostalgia.
En
realidad, nada en el hombre es inmutable, se dirige desde lo finito
hacia el infinito y viceversa. Fascinado por el infinito, lleva en lo
finito la amplitud de su amor secreto. Hay siempre predominio de una
tensión que provoca un movimiento, especie de gravedad que atrae
hacia uno de los dos extremos. "El progreso por el cual el
existente accede a su autenticidad se define cómo una
interiorización", escribe J. Starobinski (3). En efecto,
descubrir la propia dimensión de profundidad permite tomar contacto
con el infinito que hay en uno; ese carácter de eternidad humaniza y
hace posible la verdadera comunicación con los demás. No es la exterioridad
lo que diversifica los sujetos sino la interioridad. Convertirse en
uno mismo, realizarse, exige un conocimiento de sí mismo que conduce
a la unidad del infinito y del finito. La existencia se vive como una
realidad y no como un sueño, y el hombre no busca ni
consuelo ni refugio: vive.
El
descubrimiento del yo y de su carácter limitado provoca al final una
relación con lo Absoluto que lo sustenta. Así podrá establecerse la
síntesis de lo finito y el infinito. Kierkegaard mostró que el
hombre que ha descubierto lo Absoluto pierde enseguida su seguridad,
renuncia a lo falaz estableciendo su vida en una relación existencial
con lo absoluto, por él alcanza la transparencia del Amor. (4)
La
llamada
La
búsqueda de la interioridad se presenta como una respuesta hecha a
una llamada. En todas las tradiciones la llamada es constante. Es
significativo a este respecto un texto de los Proverbios: "Humanos,
a vosotros es a quien llamo. Grito hacia los hijos de los hombres"
(VIII, 4).
Otra
frase aporta una conclusión: "... quien me escucha permanece en
paz" (I, 33).
La
llamada no resuena en el exterior. Muy al contrario, el ruido lo
recubre y tiende a convertirse así en algo más o menos indistinto.
Para percibirlo hay que prestar oídos, no el oído que adorna el
rostro, sino el oído del corazón, que ha de ser descubierto y
educado luego incesantemente a fin de reforzar la finura de su
calidad auditiva.
Poco
importa el nombre dado a la voz que formula la llamada. Se le puede
llamar Dios, Divinidad, Vida, Luz. Es posible concebirla como el grito
incansable del grano de mostaza o de arroz del que hablan las
tradiciones y que exige ser alimentado. El Dios llama, el Si llama...
ese grito persigue al hombre independientemente de sus caminos, del
error de sus caminos. A veces el grito parece ahogado por las
pasiones: las preocupaciones lo cubren y se vuelve discreto. Cuando
el hombre sufre y por ese atajo entra en sí mismo, lo percibe como un
clamor. La llamada, privada del menor reposo, engendra una abertura;
quiere ser percibida y con una infinita paciencia espera, sin
cansarse, ser oída. "El Eterno me ha llamado desde mi nacimiento"
(Isaías XLIX, 1); "Te he llamado antes de que me conocieses"
(Isaías XLV, 4); "Yahvé me ha llamado desde el seno de mi
madre: Pronunció mi nombre" (Jeremías 1, 5).
"Mi
nombre y mi vocación no son sino un solo y mismo problema"
escribe Jean Starobinski, en la perspectiva religiosa, el hombre es denominado
por Dios. Para que tenga vocación, "es preciso que el individuo
tenga un nombre por el cual ser llamado." (5) Ese es el nombre
nuevo de la entidad personal inscrito en la piedra blanca (Cf. Apocalipsis
II, 17). El nombre patronímico carece de importancia; el
nombre secreto se descubre en el transcurso del avance interior, lleva
el contenido de una llamada. Así el anonimato le conviene al hombre
interior, que entrado en otra dimensión saborea en el misterio el
sentido de su llamada: "Alcanzar nuestro verdadero nombre no es
un trabajo menos difícil que alcanzar la Eternidad: es el mismo
trabajo" . La ignorancia del nombre se experimenta como un
exilio. Cuando el hombre oye su nombre, se sabe "llamado al Reino"
(Cf. I Thess. II, 12); "llamado para ser santo" (Cf. Rom.
1, 7).
Escuchar
la llamada, ese es el fundamento mismo que asegura el avance. Éste
comienza con la audición. Hay que percibir la llamada a fin de
responder a ella. De ahí la necesidad del desprendimiento del oído
del corazón. El órgano de la audición es más precioso que la
vista, dirá San Bernardo; durante la condición terrena el oído
prevalece sobre la visión (6). Así, el texto bíblico pide que
escuchemos constantemente: "Escucha, Israel..." (Deut;
IV, 1); el tono se hace más insistente y tierno con: "Escucha,
hija mía"... (A udi filia mea) (Ps. XLIV, 11). ¿Qué
conviene oír, sino un mensaje de amor? "El Rey está prendado
de tu belleza" (Ps. XLV, 12). La llamada se convierte así
en una llamada al encuentro, a la unión secreta, pues, "la
belleza está en el interior" (Ps. XLV, 14). Así pues, la
llamada siempre se formula hacia el interior y se dirige a aquel que
la oye. El término "escuchar" si bien la Biblia lo emplea
frecuentemente se encuentra también en las diferentes escrituras
sagradas. "Hijo de Prithá, has escuchado", dirá la Bhagavad
Gîtá (II, 72).
La
llamada es comparable a un signo. Viene de lejos y sin embargo está
cerca, más cerca del hombre que el vestido que lleva, que el collar
que adorna el cuello de la mujer o el anillo su dedo. Esa es la
paradoja. En esa llamada, el hombre puede creer recibir un signo
lejano, y esa lejanía yace en sí mismo, en lo más profundo de su
vida interior, "eso que buscas, eso, está cerca y viene ya a tu
encuentro" escribirá Holderlin. El consentimiento dado a esa
llamada inaugura una vía de regreso hacia el origen. La ruta que
desciende y que sube es siempre la misma, decía Heráclito. Así, la
llamada no conduce a una vía periférica, conviene simplemente "remontar
el camino que se ha descendido."
Comenzar
el avance exige arrancarse de la somnolencia siempre latente en el
hombre; hay que levantarse y partir:
"Empieza
a hablar mi amado,
y me dice:
Levántate,
amada mía,
hermosa
mía, y vente.
Porque,
mira, ha pasado ya el invierno,
han
cesado las lluvias y se han ido.
Aparecen
flores en la tierra,
el tiempo de las canciones es llegado.
(Cant.
de los Cant. II, 1 ss)
"El
tiempo de las canciones" llega cuando el hombre se levanta y se pone
en marcha
para remontar el camino que lo conduce a su origen.
La
nostalgia
Cuando
el hombre se dispersa en el exterior, cesando de unirse a su fondo último,
ya no oye la llamada y por ello la olvida. Sin embargo ésta persiste,
pues en sí misma no está sometida a ninguna mutación. Basta con una
palabra oída, con una visión de belleza que emana de la naturaleza o
de un rostro iluminado por la gracia, para que la llamada se perciba
de nuevo, semejante a un vibración latente que de pronto se acentúa.
A veces el oído del corazón escucha y percibe el sonido. En otros
casos, distraído, el hombre se ve repentinamente empujado a su centro
sin, no obstante, desearlo. En su último sermón para la fiesta de la
Asunción, Bossuet dirá a propósito de la Madre Divina: "Dios no
desliga, arranca; no pliega, sino que rompe... rompe y causa
estragos."
La
nostalgia se hace a veces lancinante e incluso violenta como lo
atestigua el relato de Rabbi Nahman de Bratislava: un hijo que vivía
lejos de su padre fue repentinamente presa del deseo vehemente de
volverlo
a ver. Se puso en camino hacia él mientras su padre venía a su
encuentro.
Cuando estuvieron a poca distancia el uno del otro, el padre
experimentó
tal nostalgia de ver a su hijo que temió no tener fuerzas para
recorrer las últimas leguas que los separaban. Por su parte, el hijo
experimentaba tan viva nostalgia que no sabía cómo dominarla, tenía
la impresión de poder morir antes del encuentro. El padre y el hijo
tuvieron que hacer un esfuerzo para calmar en su corazón la nostalgia
que los destrozaba. Acertó a pasar un caballero, tomó al hijo, y lo
colocó en la grupa de su montura y en alocada carrera alcanzó al
padre que proseguía su marcha. Del mismo modo, diría Rabbi Nahman,
el Tzaddiq está separado del cielo por un velo; sin embargo se cree
exiliado y sufre cruelmente su separación. Es indescriptible la
nostalgia del hombre justo. El Bendito languidece por el deseo de
volver a encontrar al hombre y parte hacia él. Llega un instante en
que, estando cerca del lugar del encuentro, el Tzaddiq experimenta
tal nostalgia que se vuelve incapaz de soportarla, en ese momento
corre el riesgo de tropezar si no acierta a pasar alguien que lo
reconforte con palabras o le ofrezca algún alimento; "el don,
incluso material, es como si le hiciese pasar con alas de águila por
encima de todos los obstáculos." (7)
Según
Casiano, Dios previene la voluntad del hombre, "la misericordia
de Dios me precederá", dice el salmista (Cf. LVIII, 11). Pero
Dios tarda, suspende su avance a fin de poner a prueba el libre albedrío
de aquel que se dirige hacia Él. Así, el hombre no sufre sólo a
causa de su debilidad, la experiencia de Dios es sin duda una de sus más
crueles pruebas.
La
nostalgia se experimenta más fuertemente cuando el hombre trata de
despojarse y penetra interiormente en el misterio de la pobreza que
hace acallar los ruidos de los vanos discursos y de los parloteos
interiores;
todos los saberes de pacotilla se eclipsan. El hombre interior puede
experimentar entonces cierta tristeza, la de haber consagrado mucho
tiempo y energía a cosas inútiles. Pero sin duda es necesario errar
largo tiempo antes de haber encontrado el atajo que permite descubrir
el centro sin rodeos, percibir la llamada y experimentar la nostalgia
de una dimensión todavía por conquistar. Un texto de origen
egipcio, que permanece anónimo, de un aire un tanto pesimista, evoca
la lentitud del avance humano:
"Antes
que la vida llegue a su perfección
Los
dos tercios se han perdido.
El
hombre pasa diez años como niño chico
Sin
distinguir la muerte de la vida.
Pasa
otros diez años instruyéndose
Para
conocer la vida...
Pasa
otros diez años para llegar al término,
Antes
de que su razón haya alcanzado la experiencia" (8)
Es
posible que el hombre experimente en los diferentes períodos de su
vida la nostalgia de la divinidad o al menos del misterio de la
interioridad. En algunos seres, como Kierkegaard o Berdiaev, esa
nostalgia es sobrecogedora. En todo caso permite distinguir al hombre
exterior del hombre interior y, de salida, sus antinomias y
oposiciones.
La
conversión
La
llamada oída provoca una respuesta: "Tú me llamas, heme aquí;
acudo." También podría decirse: "Yo me llamo a mí mismo"
y responder será abandonar la periferia para penetrar en el
interior.
Antes
de ponerse en camino, el hombre se mira, trata de conocerse y de saber
quién es. Acercándose a sí mismo, se pone en presencia de la
multiplicidad de sus "yo". Sufriendo cruelmente al verse como una
hidra monstruosa, desea perdidamente conquistar su unidad. El
desamparo sentido ante su propia visión lo propulsa hacia esta búsqueda.
En ese instante último es cuando abandona todo para comenzar su búsqueda:
"Todo
lo abandonaron y le siguieron." Este texto evangélico (Cf. Mateo
IV, 20) no significa forzosamente un cambio de lugar, de
profesión, sino una opción por "lo único necesario", que
reúne todas las energías latentes y las mueve de modo constante,
incluso por la noche, durante el sueño. "Abandonarlo todo"
significa despertar a sí mismo. Un contacto, incluso parcial, con
ese despertar es arrancarse a la somnolencia y al olvido, es decir, un
paso hacia adelante en el camino que conduce a la interioridad.
El
término que ha de emplearse aquí es el de conversión. El
hombre se vuelve en sí mismo hacia si mismo. Se acerca a su fondo y
comienza a unificarse. Todo se monopoliza en ese fondo y se fija en él.
El propio intelecto comienza a descender al corazón, es el principio
de una lenta y continua peregrinación hacia el centro.
Esta
conversión es un regreso en el sentido de que el viajero que
descendía
el camino va a volverse para ascenderlo: "Se trata, pues, de un
regreso total que afecta tanto a la mente como al cuerpo y al
corazón.
" "Convertios y volved" (Isaías XXI, 12). "Convertios y
vivid" dirá el profeta Ezequiel (XVIII, 32); en el Antiguo
Testamento es frecuente la expresión "volver al Eterno",
un sentido idéntico está contenido en el empleo de "regresar al
Eterno". Estos textos son significativos, convertirse es "volver".
Convertirse es hacerse vivo.
Se
trata de operar esa inversión a la que Platón alude en el Timeo (90
a). Ésta concierne al hombre en cuanto planta celestial cuyas raíces
están en el cielo. Después de haber enumerado las tres especies de
almas que poseen sus moradas particulares en el cuerpo. Platón sitúa
el alma superior en la cima del cuerpo. "Nos eleva de la Tierra a
causa del parentesco que tiene en el Cielo, en cuanto somos, no una
planta terrestre, sino celestial... porque es allí arriba, de donde
ha venido nuestra alma en su primer nacimiento, donde este principio
divino aferra nuestra cabeza, que es como nuestra raíz, para levantar
todo nuestro cuerpo". Como advierte Pierre Henri Hadot, esta
imagen en la "planta celestial" ha de considerarse en
dos aspectos. Uno subraya la oposición entre el hombre y la planta,
la planta tiene sus raíces en la tierra, el hombre es un planta
invertida en el cielo; el otro aspecto subraya el parentesco entre el
hombre y la planta por el hecho de su verticalidad (9). La
raíz es comparable a una boca que absorbe su alimento. En la tradición
griega, la verticalidad implica la vocación contemplativa del
hombre, su mirada tiende naturalmente hacia el cielo (10).
Esta
inversión de las raíces provoca una nueva alimentación interior y
exterior y una nueva visión de la existencia; modifica las relaciones
con los demás. El "converso" va a captar poco a poco lo que
le conviene a su ser nuevo. Su boca retirada de lo terroso atrapa de
un bocado un alimento sutil. Todo se ha invertido, lo alto aparece a
partir de ahora como lo bajo y la izquierda como la derecha. A este
respecto un texto apócrifo evoca la conversación mantenida por el apóstol
Pedro durante su crucifixión cabeza abajo: dice a sus verdugos: "crucificadme...
cabeza abajo, y no de otro modo; porque, voy a decirlo a
aquellos que me escuchan" (11). Habiendo sido crucificado
cabeza abajo, Pedro se dirige a los que lo escuchan y dice: "conoced
el misterio de toda la naturaleza, igual ha sido el comienzo de todo.
Así pues, el primer hombre de la raza de quien yo llevo la imagen,
precipitado cabeza abajo, mostró una naturaleza diferente de la que
era antaño... organizó todo el orden del mundo a imagen de su vocación...
mostró derecho lo que es izquierdo, e izquierdo lo que es derecho;
cambió todos los signos de su naturaleza, hasta el punto de
considerar hermoso lo que no lo era y bueno lo que en realidad es
malo... la manera en que me veis suspendido es imagen del hombre que
nació primero." (12)
Pedro
desea enseñar a sus oyentes lo que es el hombre en el momento de su
creación, ésta aparece como una caída. Descrearse será reencontrar
una verticalidad inicial. Así, la conversión consiste en volver a
poner de pie. Mas para quienes ignoran tal misterio, los hombres
convertidos parecen locos, personajes de circo, como dirá también
Bernardo de Claraval.
Antes
de su conversión, el hombre permanece en el estado primitivo e
infantil de su conciencia. En el movimiento incesante de los
acontecimientos exteriores e interiores recibe cierta luz (13), pero
su estado de dualidad le impide retenerla; advierte su paso, luego se
desprende de ella y la olvida. Todo cambia en cuanto descubre la
riqueza de su interioridad. Llegado a un estado superior de la
conciencia, se descubre a sí mismo en toda su amplitud. Ésta se le
aparece comparable a la emergencia de continentes desconocidos que
habrá que explorar. La sacralización de su ser le confiere amplitud.
Experimenta en su interior su inmensidad y percibe centelleos de
luz, especies de chispas que los gnósticos llamaban sustancias
luminosas, a las cuales aludieron los alquimistas, y Jung las
comenta inspirándose en la Aurora Consurgens. Estas formas
centelleantes corresponden, según Jung, a las ideas platónicas, a
los arquetipos. Las imágenes eternas a las que se refiere Platón se
inscriben en lo supraceleste y dan fe del Espíritu que llena el
Universo, La Ruach Eiohim anima el alma del mundo. El espíritu
humano que da fe del Espíritu es a su vez una chispa luminosa (14). Paracelso insiste en la
presencia en el hombre del numen divino y del lumen naturale.
El hombre no puede prescindir de él, pero la existencia de ese algo
numinoso y la de esa luz existen independientemente del hombre mismo.
Sin embargo hace falta que los descubra.
Hay
tres textos bíblicos que hay que retener aquí: "Et in lumine tuo
videvimus lumen" (Salmo XXXV, 11). "Deus qui inhabitat lucem
inaccessibilem" (II Epístola a Timoteo, VI, 16); "In ipso
vita erat, et vita erat lux hominem. Et lux in tenebris lucet, et
tenebrae eam non comprehenderunt." (Juan I, 4-5). La divinidad
habita una luz inaccesible, pero en su luz vemos la luz, pues la luz
es vida y la vida es la luz de los hombres. Esa luz brilla en las
tinieblas, incapaces de recibirla. Así, cuando el hombre sale de su
noche, el lumen naturale ilumina la conciencia y las scintillae
son chispas, "luminosidades germinales" que lucen en la
oscuridad de lo inconsciente (15).
El
hombre se descubre como una nueva tierra con corazón celeste y como
un nuevo cielo. El cielo del hombre no es solamente portador de
estrellas, posee su sol. Según Paracelso, existe en el hombre "un
sol invisible, desconocido para la mayoría" (invisibilem solem
plurimis incognitum) (16).
En la tierra, el sol visible propaga su claridad. En el hombre, su sol
irradia también su luz, pero es invisible para los ojos exteriores y
por consiguiente es desconocida para la mayoría de los que no han
llevado a cabo la experiencia suprema de la conversión. "Ojalá no olvide
en las tinieblas lo que he visto en la luz" decía
Coventry Patmore. Esa es la oración del nuevo convertido.
Aquel
que, después de su conversión, emprende el cegador viaje que lo
conduce al interior, no busca ningún camino de regreso cuando ha
encontrado ya su centro. Allí alza su tienda: "no regresa, el que
regresa, más que si está a mitad de camino" (17). Lo trágico
seria creerse llegado al espacio interior cuando se está todavía en
camino. ¿Cómo darse cuenta de ello? Sin duda por la libertad
experimentada interiormente. Libertad no sólo con respecto a los
choques vinculados a los acontecimientos exteriores, a la huella de
las pasiones, sino también a las emociones, a menudo más sutiles que
toscas, que oscurecen la visión y aminoran el paso. Penetrar en el
interior obliga, para mantenerse en él, a caminar por el filo de una
navaja, es decir, un estado de vigilancia y atención continua.
El
secreto
El
hombre se ha convertido y está de regreso, toma conciencia, al
diferenciarse,
de su singularidad. Por ello mismo se evade de los datos colectivos.
Esta diferenciación culmina en una especie de puesta a parte que no
puede engrandecer su orgullo; muy al contrario, se inserta en una
profunda humildad. El sujeto llevará a partir de ahora, en el sufrimiento
y en la alegría, el secreto de una búsqueda y un encuentro.
Igual
que, para Kierkegaard, el hombre ha de convertirse en contemporáneo
de Cristo en el instante, y sólo es verdaderamente cristiano al
convertirse en ello, el hombre, al descubrir lo Absoluto, se hace
presente
en esa Presencia y su interiorización es un perpetuo devenir. A
partir de ese momento se adquiere una libertad nueva, que se expresa
en la tragedia de la soledad. También acerca de esto es Kierkegaard
singularmente esclarecedor. El hombre se percibe en la angustia del
aislamiento y del desamparo que lo acompaña. Cuando Abraham parte
de su casa para sacrificar a Isaac, no dice nada a nadie, no da parte
del sacrificio que va a llevar a cabo ni a Sara ni a Eleazar. Nada
le dice al joven Isaac. "La relación con lo Absoluto es el ámbito
de la gran soledad en el que las voces humanas se han acallado. El
existente no se refleja en sí mismo, ni en los demás, sino en Dios y
sólo en Él, Él entra con El en una nueva relación privada; Él le
habla en segunda persona" (18).
Estas
palabras de Michel Cornu precisan el texto de Kierkegaard acerca de
Abraham, que desea cumplir la voluntad de Dios sin preguntarse por
ello si esa voluntad que él va a seguir hará de él un asesino. La
decisión tomada por Abraham no puede introducirse en lo general, que
él supera por su obediencia. Apartándose de lo general, se ve
introducido
simultáneamente en lo particular, que lo aísla y por ello mismo lo
inquieta, pues sólo lo general es tranquilizador. Lo mismo ocurre en
el contacto con la interioridad en el que se capta la dimensión de la
profundidad; hay necesariamente una salida de las categorías de lo
general, es decir de las finitudes temporales. El sujeto toma
conciencia de su propia vocación, que lo introduce en una vía que es
propiamente la suya y no la del otro. Precisamente por ello penetra en
el silencio. Toma conciencia de su irreductible diferencia. Ésta no
perjudicará su relación con los demás; le conferirá, por el
contrario, una dimensión original y plenaria; el carácter "único"
de un ser interiorizado manifiesta lo esencial. En cambio, revelando
su secreto, se suscitaría inmediatamente un peligro: el contacto
interior aparecería roto. Así, conviene aceptar duraderamente ese
incógnito. Kierkegaard concede tal importancia al secreto de la
relación permanente con el infinito, que se abandonará a cierta crítica
de la vida monástica; retirándose del mundo, los monjes le parecen
manifestar en el exterior lo que deberían mantener secreto: "El
verdadero sentimiento religioso consiste en la interioridad
oculta" (19). Kierkegaard olvida que las comunidades monásticas
reúnen hombres que llevan cada uno su propio secreto en el sentido
del profeta Isaías, diciendo: "Mi secreto es mío" (XXIV,
16). Es bueno que en el exterior se sepa que hay testigos de la
sabiduría oculta. Por lo demás, los monjes no poseen el monopolio
del secreto. En todas partes hay "hombres de bruma", para
emplear el lenguaje de Heráclito, que es difícil reconocer. En
pueblos, villas y ciudades, en montañas, valles, desiertos y bosques,
a lo largo de las orillas de los ríos, viven seres en el secreto de
una búsqueda y de un encuentro. Se mezclan a veces con los demás
hombres y no se distinguen de ellos sino por ese misterio secreto que
guardan discretamente en su corazón. Permanecen callados: el que está
bebiendo no puede hablar cuando bebe. Cuando tienden a otro una copa
llena, sonríen con la dulzura de alguien que transmite un don
recibido.
El
secreto es comparable al huevo incubado en un nido por la gallina. La
gallina se va de allí para comer y para mezclarse con sus congéneres,
pero nunca se distrae de él, su corazón no deja de escuchar. En el
libro chino La Pildora de Oro, se dice: "La razón por la que la
gallina puede incubar es la energía del calor. Sin embargo, la
energía del calor, puede tan sólo calentar las cáscaras pero
no penetrar en el interior". Ella (la gallina) lo hace por medio
del oído. Concentra así su corazón entero. "Cuando el corazón
penetra, penetra la energía y el polluelo adquiere la energía del
calor y toma vida... La concentración de su espíritu no conoce
interrupción" (20). La gallina no tiene por qué decirles a sus
congéneres que está incubando; sus congéneres, por lo demás, no
se preocupan demasiado de ello, están ocupados en sus propios
asuntos. En eso los hombres se asemejan a las gallinas. ¿Quién se
preocupa de aquel que está habitado por un secreto? Por el contrario,
se alejan de él, pues es difícil aceptar diferencias que nunca son
tranquilizadoras. Además, el hombre no convertido interiormente no
se interesa más que en sí mismo.
NOTAS
DEL TEXTO
(1)
Traite du Désespoir, Trad. Knuk Ferlov y J. Gateau, París,
1939, p. 62.
(2)
Véanse, sobre este tema, las sugestivas páginas de Michel Cornu, Kierkegaard
et la comunication de 1'existence, Lausanne, 1972, pp. 22-23.
(3)
Cf. J. Starobinski, Kierkegaard et les masques, en Nouvelle
Revue française, 13, nos. 148-149, París, 1965, p. 609.
(4)
Véase la interpretación de Michel Cornu, Ibíd., pp. 81-82.
14
(5)
Cf. Starobinski, Les masques du pécheur et les pseudonymes du chrétien,
en Revue de théologie et de philosophie, 1936, IV, p. 335.
(6)
San Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, XLI, 2,
P. L. CLXXXIII, 985 D.
(7)
Cf. Maítres et disciples dans le Hassidisme, en Le Maítre
spirituel dans les grandes traditions d'0rient et d'0ccident,
textes reunís et traduits par Georges Levitte, Hermés, Le Maítre
spirituel, 4, París, 1966-1967, pp. 62-63.
(8)
Texto citado por François Daumas, Maítres spirituels de 1'Egypte
ancienne, Hermés, Le Maítre spirituel, ibid., p. 21.
(9)
Pierre Henri Hadot, L'home, "plante celeste", en Les
Eludes philosophiques, 1961, 3. (Actes du XIe Congrés
des sociétés de philosophes de langue francaise: La nature húmaine).
(10)
Véanse, a este respecto, las comparaciones entre la planta y el
hombre presentadas por el botánico alemán F. Michelis.
(11)
Les Actes de Pierre, Intr. texte, trad... León Vouaux, París,
1922, p. 441.
(12)
Ibid., p. 443 ss.
(13)
C. G. Jung. Les racines de la conscience,
trad. Y. Le Lay, París. 1971, PP. 506-507.
(14)
Acerca de esto Cf. C. G. Jung, Ibíd., p. 509. Véanse, en
particular, las notas 66-67-68.
(15)
Véase C. G. Jung. Ibíd.
(16)
Acerca de este texto, véase el comentario de Jung, Ibíd.
(17)
Palabras de Louis Massignon.
(18) Cf. Michel Cornu, Ibíd., p. 84.
(19) Kierkegaard, Post-Scriptum, trad. Paúl
Petit, París, 1941, p. 343.
(20)
Lou Tsou, Le secret de la fleur d'0r, trad. de Liou Tse Houa,
París, 1969, p.80