Atrivm. Portal cristiano.
Renacimiento
Atrivm
JUAN PICO DE LA MIRANDOLA
(1463 - 1494)
DE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE
De: Editora Nacional. Madrid, 1984. Ed. y traducción de Luis Martínez Gómez

[1] Tengo leído, Padres honorabilísimos, en los escritos de los Árabes, que Abdaláh sarraceno, interrogado qué cosa se ofrecía a la vista más digna de admiración en éste a modo de teatro del mundo, respondió que ninguna cosa más admirable de ver que el hombre. Va a la par con esta sentencia el dicho aquél de Mercurio –«Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre». Revolviendo yo estos dichos y buscando su razón, no llegaba a convencerme todo eso que se aduce por muchos sobre la excelencia de la naturaleza humana, a saber, que el hombre es el intermediario de todas las criaturas, emparentado con las superiores, rey de las inferiores, por la perspicacia de sus sentidos, por la penetración inquisitiva de su razón, por la luz de su inteligencia, intérprete de la naturaleza, cruce de la eternidad estable con el tiempo fluyente y (lo que dicen los Persas) cópula del mundo y como su himeneo, un poco inferior a los ángeles, en palabras de David. Muy grande todo esto ciertamente, pero no lo principal, es decir, que se arrogue el privilegio de excitar con justicia la máxima admiración. ¿Por qué no admirar más a los mismos ángeles y a los beatísimos coros celestiales? A la postre, me parece haber entendido por qué el hombre es el ser vivo más dichoso, el más digno, por ello, de admiración, y cuál es aquella condición suya que le ha caído en suerte en el conjunto del universo, capaz de despertar la envidia, no sólo de los brutos, sino de los astros, de las mismas inteligencias supramundanas. Increíble y admirable. Y ¿cómo no, si por esa condición, con todo derecho, es apellidado y reconocido el hombre como el gran milagro y animal admirable?

[2] Cual sea esa condición, oíd Padres con oídos atentos, y poned toda vuestra humanidad en aceptar nuestra empresa. Ya el gran Arquitecto y Padre, Dios, había fabricado esta morada del mundo que vemos, templo augustísimo de la Divinidad, con arreglo a las leyes de su arcana sabiduría, embellecido la región superceleste con las inteligencias, animado los orbes etéreos con las almas inmortales, henchido las zonas excretorias y fétidas del mundo inferior con una caterva de animales y bichos de toda laña. Pero, concluido el trabajo, buscaba el Artífice alguien que apreciara el plan de tan grande obra, amara su hermosura, admirara su grandeza. Por ello, acabado ya todo (testigos Moisés y Timeo), pensó al fin crear al hombre. Pero ya no quedaba en los modelos ejemplares una nueva raza que forjar, ni en las arcas más tesoros como herencia que legar al nuevo hijo, ni en los escaños del orbe entero un sitial donde asentarse el contemplador del universo. Ya todo lleno, todo distribuido por sus órdenes sumos, medios e ínfimos. Cierto, no iba a fallar, por ya agotada, la potencia creadora del Padre en este último parto. No iba a fluctuar la sabiduría como privada de consejo en cosa así necesaria. No sufría el amor dadivoso que aquél que iba a ensalzar la divina generosidad en los demás, se viera obligado a condenarla en sí mismo.

Decretó al fin el supremo Artesano que, ya que no podía darse nada propio, fuera común lo que en propiedad a cada cual se había otorgado. Así pues, hizo del hombre la hechura de una forma indefinida, y, colocado en el centro del mundo, le habló de esta manera: «No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos los tengas y poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza contraída dentro de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no sometido a cauces; algunos angostos, te la definirás según tu arbitrio al que te entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que ha;y en ese mundo. Ni celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal, ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas diviinas, por tu misma decisión.» ¡Oh sin par generosidad de Dios Padre, altísima y admirable dicha del hombre! Al que le fue dado tener lo que desea, ser lo que quisiere. Los brutos, nada más nacidos, ya traen consigo (como dice Lucilio) del vientre de su madre lo que han de poseer. Los espíritus superiores, desde el comienzo, o poco después, ya fueron lo que han de ser por eternidades sin término. Al hombre, en su nacimiento, le infundió el Padre toda suerte de semillas, gérmenes de todo género de vida. Lo que cada cual cultivare, aquello florecerá y dará su fruto dentro de él. Si lo vegetal, se hará planta; si lo sensual, se embrutecerá; si lo racional, se convertirá en un viviente celestial; si lo intelectual, en un ángel y en un hijo de Dios. Y, si no satisfecho con ninguna clase de criaturas, se recogiere en el centro de su unidad, hecho un espíritu con Dios, introducido en la misteriosa soledad del Padre, el que fue colocado sobre todas las cosas, las aventajara a todas. ¿Quién no admirará a este camaleón? o ¿qué cosa más digna de admirar? No sin razón dijo Asclepio ateniense que el hombre, en razón de su naturaleza mudadiza y trasformadora de sí misma, era representado en los relatos místicos por Proteo. De ahí aquellas metamorfosis de hebreos y pitagóricos. Porque la teología más secreta de los hebreos, ya trasfigura al santo Enoch en un ángel de la deidad, a quien llaman  ya en diversas realidades divinas. Y los pitagóricos trasforman a los hombres malvados en brutos y, si creemos a Empédocles, en plantas. Imitando lo cual, Mahoma tenía frecuentemente en la boca aquello de que: «Quien se apartare de la ley de Dios, se hace un bruto», y con razón, porque a la planta no la hace la corteza, sino su naturaleza obtusa e insensible, ni a los jumentos su pellejo, sino su alma de bestia y sensual, ni al cielo el cuerpo redondo, sino la recta razón, ni el ángel lo es por no tener cuerpo, sino por su inteligencia espiritual. Así, si vieres a uno entregado a su vientre, arrastrándose por el suelo, es una planta, no un hombre lo que ves; si vieres a alguien enceguecido, como otra Calipso, con vanas fantasmagorías y embadurnado con el halago cosquilloso de los sentidos, esclavo de ellos, bruto es, y no hombre lo que ves; si a un filósofo discerniéndolo todo a la luz de la recta razón, a éste venerarás, animal celeste es, no terreno; si a un puro contemplativo olvidado del cuerpo, recluido en las intimidades del espíritu, ese no es un animal, terrestre ni celeste, es ése un superior numen revestido de carne humana.

¿Quién no admirará al hombre? En las sagradas Letras, mosaicas y cristianas, para nombrarle se habla de «toda carne» o «toda criatura», pues es así que él mismo se forja, se fabrica y transforma en la imagen de toda carne, en la hechura de todo ser creado. Por ello escribe Evantes Persa, al exponer la teología caldea, que el hombre no tiene de por sí y por nacimiento una figura propia, sí muchas ajenas y advenedizas; de ahí aquello de los caldeos           es decir, el hombre, animal de naturaleza multiforme y mudadiza.

[3] Pero ¿a qué viene todo esto? Para que entendamos que, una vez nacidos con esta condición dicha, de que seamos lo que queremos ser, hemos de procurar que no se diga de nosotros aquello de: «Estando en honor, no lo conocieron, hechos semejantes a los brutos y jumentos sin entendimiento», sino más bien aquello del profeta Asaph: «Dioses sois todos e hijos del Altísimo», y que por usar mal de la benevolentísima generosidad del Padre, no vayamos a convertir en perniciosa la saludable opción libre que nos otorgó. Que se apodere de nuestra alma una cierta santa ambición de no contentarnos con lo mediocre, sino anhelar lo sumo y tratar de conseguirlo (si queremos podemos) con todas nuestras fuerzas. Desdeñemos lo terrestre, despreciemos lo celeste y, finalmente, dejando atrás todo lo que es mundo, volemos hacia la corte supermundana próxima a la divinidad augustísima.

Allí, como nos dicen los oráculos sagrados, se aventajan los Serafines, los Querubines y los Tronos. Emulemos la dignidad y la gloria de éstos, puestos ya en no retroceder a un segundo puesto. Si nos empeñamos, en nada seremos inferiores a ellos.

[4] Pero ¿cómo y con qué género de acciones? Veamos lo que ellos hacen, qué clase de vida vivan. Si esa misma vivimos nosotros (pues podemos), igualaremos su suerte. El Serafín arde en fuego de amor, el Querubín brilla con el esplendor de la inteligencia, inconmovible esta el Trono con la firmeza del juicio. Si, pues, sumergidos en una vida de actividad externa, tomamos con ponderado juicio el cuidado de los inferiores, nos afirmamos con la misma solidez de los Tronos; si, liberados del afán de la acción, granjeamos el ocio contemplativo, considerando en la obra al Artífice y en el Artífice a la obra, resplandeceremos con luz querúbea por todo nuestro ser; si con el amor nos apegamos ardientemente al mismo y solo Artífice con aquel fuego devorador, nos inflamaremos de repente en forma seráfica. Sobre el Trono, es decir, sobre el juez justo, descansa Dios, Juez de los siglos; sobre el Querubín, o sea el contemplativo, aletea | El, y con su calor incubador, como que lo hace germinar, pues el Espíritu del Señor se cierne sobre las aguas, las de sobre el firmamento, las que en Job alaban a Dios con himnos matinales. El que es Serafín, o sea amante, en Dios está y Dios en él; más, Dios y él son una misma cosa. Grande el poder de los Tronos, que alcanzaremos juzgando, insuperable la sublimidad de los Serafines, que tocaremos amando.

Mas, ¿cómo será posible juzgar o amar alguien aquello que no conoce? Moisés amó a Dios a quien vio y administró justicia en su pueblo por lo que antes contempló en la montaña. Diremos, pues, que el Querubín, mediando en nuestro empeño, nos prepara con su luz para el fuego seráfico, y nos ilumina igualmente para el juicio de los Tronos. Este es e1 lazo de unión de las más altas inteligencias, el trámite de Minerva que gobierna la filosofía especulativa, el que hemos nosotros de emular y ambicionar primero, y de tal manera asimilar, que de allí pasemos a escalar las más altas cumbres del amor, y así, bien enseñados y preparados, descendamos a poner por obra las exigencias de la acción. Todavía era preciso, para conformar nuestra vida con el ejemplar de la vida querúbea, tener bien presente y a punto, qué clase de vida sea la suya, cuáles sus acciones, cuáles sus obras. Y como no nos es dado conseguir esto por nosotros mismos, que somos carne y sólo gustamos lo que hay a ras de tierra, acudamos a los Padres antiguos que podrán darnos abundantísima y segura cuenta de todo esto, como de cosas de casa y a ellos familiares.

[5] Preguntemos a Pablo Apóstol, vaso de elección, cuando fue arrebatado al tercer cielo,qué es lo que vio hacer a los ejércitos de los Querubines. Responderá, por su intérprete Dionisio, que, lo primero, se purifican, luego son iluminados y por fin llegan a perfectos. Nosotros, pues, emulando en la tierra la vida querúbea, purgaremos nuestra alma, refrenando, por medio de la ciencia moral, los ímpetus de nuestras pasiones, disipando con la dialéctica las tinieblas de la razón, expeliendo así las inmundicias de la ignorancia y de los vicios, de forma que, ni se desboquen indómitos nuestros afectos, ni caiga inconsideradamente nuestra razón en trances de delirio. Entonces venga la filosofía natural a bañar con su luz nuestra alma, ya bien recompuesta y purificada, y, finalmente, la lleve a la perfección con el conocimiento de las cosas divinas. Y para no quedarnos en los nuestros, preguntemos al patriarca Jacob, cuya figura resplandece en trono de gloria. Nos instruirá este sapientísimo Padre, dormido acá en el suelo y vigilante allá en la altura; y lo hará por modo de alegoría (así les acontecía en todo), diciéndonos que hay una escala apoyada en la Tierra y alargada hasta el último Cielo, señalada con un gran número de gradas, con el Señor arriba sentado en lo alto, y los ángeles contemplativos alternativamente subiendo y bajando por las gradas.

Si, pues, hemos de emplearnos en lo mismo, codiciando esa semejanza con la vida angélica, ¿quién, pregunto, llegará a esa escala del Señor con sórdido pie o con manchadas manos? Al impuro, como dicen los sagrados textos, no le es lícito tocar lo puro. Pues ¿cuáles son esos pies y esas manos? Diremos que los pies del alma son aquella porción despreciabilísima, con la cual se asienta en la materia, como en el suelo de la Tierra, quiero decir, la potencia nutricia y tragona, incentivo de placer y maestra de molicie. Las manos del alma, ¿no diremos que son la potencia irascible, que lucha por ella, aliada del apetito, y que cobra su presa al polvo y al sol, presa que ella, dormitando a la sombra, engulle y se refocila? Estas manos y estos pies, a saber, toda la parte sensual, en la que tiene su asiento el halago del cuerpo, que retiene al alma (como dicen) agarrándola por el cuello, hemos de lavar con la filosofía moral, como con un chorro de agua fluyente, para no ser apartados de la escala como profanos y manchados. Y ni esto bastará si queremos ser compañeros de los ángeles discurriendo por la escala de Jacob, si previamente no somos entrenados e instruidos para avanzar debidamente de peldaño en peldaño, para no salimos nunca de la escala y para acertar en nuestros movimientos alternativos por ella. Y cuando ya, por el arte sermocinal o racional, hayamos conquistado esto, entonces, vivificados por el espíritu querúbeo, filosofando por los grados de la escala, es decir, de la naturaleza, yendo por todas las cosas con un movimiento de centro al centro, o bien descenderemos, disolviendo el Uno en la multitud, con fuerza titánica, como a Osiris, o bien ascenderemos, recogiendo los miembros de Osiris, tornándolos a la Unidad, con fuerza apolínea, hasta que, finalmente, lleguemos a la consumación, descansando con felicidad teológica en el seno del Padre, que está en lo más alto de la escala.

[6] Preguntemos también al justo Job, que selló un pacto con el Dios de la vida antes de venir él mismo a la vida, qué es lo que principalísimamente desea el altísimo Dios en aquellos millones que le asisten; responderá ciertamente que la paz, según aquello que leemos en él: «el que hace la paz en las alturas». Y como los imperativos de un orden supremo los interpreta para los órdenes inferiores un orden intermedio, que nos interprete Empédocles, filósofo, las palabras del teólogo Job. Aquél distingue una doble naturaleza en nuestras almas; por la una, somos elevados a lo celeste; por la otra, somos empujados a lo bajo, lo que nos traduce él con los nombres de la discordia y amistad, o bien, de guerra y de paz, según lo muestran sus poemas; y se duele él de que, zarandeado por la discordia y la guerra, semejante a un loco, huyendo de los dioses, se ve lanzado al abismo.

Varia es, en efecto, Padres, entre nosotros la discordia, graves e intestinas luchas tenemos en casa, más que guerras civiles; y si no queremos que las haya, si anhelamos aquella paz que nos levante a lo alto, hasta ponernos entre los próceres del Señor, sólo la filosofía nos contendrá y pondrá en paz de veras dentro de nosotros. Primero, la moral, si tan sólo nuestro hombre busca una tregua con los enemigos, enfrenará las desbocadas salidas del multiforme animal que llevamos dentro y quebrantará las trifulcas, las furias y asaltos del león de fuera. Después, si más cuerdamente mirando por nosotros, deseamos la seguridad de una paz duradera, aquélla misma estará a punto y colmará generosamente nuestros deseos. Pues, herida de muerte una y otra fiera, como puerca sacrificada, sellará un pacto inviolable de paz santísima entre la carne y el espíritu. La dialéctica calmará las tropelías de una razón nutrida de incoherencias verbales y los engaños envueltos en silogismos de un adversario atosigante y alborotado. La filosofía natural calmará las discordias de la opinión, los desacuerdos que atormentan, dislocan y dilaceran el alma inquieta. Pero de tal manera los calmará, que haremos bien en recordar aquello de Heráclito, que la naturaleza fue engendrada por la guerra y, por lo mismo, fue apellidada lucha por Homero. Por esto, no es ella, la filosofía, la llamada a darnos el verdadero sosiego y paz firme; ese es oficio y privilegio de la Teología santísima. Hacia ésta nos mostrará aquélla el camino y aun nos acompañará haciendo de guía; la cual Teología, viéndonos de lejos acudir a ella, «Venid a mí –clamará– los que os fatigasteis, venid y yo os aliviaré; venid a mí y yo os daré la paz que el mundo y la naturaleza no os pueden dar».

[7] Tan blandamente llamados, tan benignamente invitados, volando con pies alados como otros Mercurios terrestres, a los abrazos de la madre bienhadada, gozaremos de la deseada paz, paz santísima con unión indisoluble, en amistad unánime, en que todas las almas no sólo concuerdan con una Mente que es sobre toda mente, sino que en un cierto modo inefable, se hacen por completo una cosa con ella. Esta es aquella amistad que dicen los pitagóricos ser el fin de toda la filosofía. Esta aquella paz que se labra Dios en sus alturas, la que los ángeles, descendiendo a la tierra, anunciaron a los hombres de buena voluntad, para que, por ella, los mismos hombres, ascendiendo hasta el Cielo, Se hicieran ángeles. Esta paz deseemos para los amigos, ésta para nuestro tiempo, ésta para toda casa en que entremos; ésta deseemos para nuestra alma, de forma que, por la misma, se haga ella morada de Dios; que después de haber lanzado, por virtud de la moral y la dialéctica, todas sus inmundicias, tras haberse embellecido con las diversas partes de la filosofía como con un atuendo de corte, y haber coronado los dinteles de las puertas con las guirnaldas de la Teología, descienda el Rey de la gloria, quien, viniendo con el Padre, ponga en ella su morada. Si se hace digna de tan gran huésped, más bien inmensa clemencia suya, engalanada con un vestido de oro, como manto nupcial, rodeada de la multicolor variedad de las ciencias, recibirá al hermoso huésped no ya como huésped, sino como esposo, para nunca más separarse del cual deseará antes ser arrancada de su pueblo y de su casa paterna, más aún, olvidada de sí misma, ansiará morir así para vivir en el esposo, a cuya vista es preciosa la muerte de sus santos, aquella muerte, si cabe llamarla muerte, mejor plenitud de vida, en cuya consideración pusieron los sabios el oficio de la filosofía.

[8] Citemos también al mismo Moisés, poco inferior a la fontal plenitud de inteligencia sacrosanta e inefable, de la que los ángeles sacan para apurar su néctar. Oigamos al juez venerando quien, a los que habitamos la desierta soledad de este cuerpo, así promulga sus leyes: «los que, manchados, aún necesitan de la moral, moren con el pueblo al aire libre, como los sacerdotes de Tesalia, alejados de la tienda de la alianza, en régimen de expiación. Los que ya arreglaron sus costumbres, admitidos al Santuario, todavía no toquen las cosas santas, sino antes, como cumplidos Levitas de la filosofía ejercitando el servicio dialéctico, sirvan aún fuera, a los ritos sagrados. Luego, ya admitidos a participar en éstos, como ejercicio sacerdotal de la filosofía, contemplen ya el ornato polícromo de la corte de Dios supremo, es decir, el Cielo sideral, ya el celeste candelabro de siete lámparas, ya los otros ornatos de piel del Santuario; y así, al final, por virtud de la sublimada Teología, recibidos en lo más secreto del Templo, sin velo alguno de imagen interpuesto, gocemos de la gloria de la Divinidad». Esto nos lo manda Moisés, y mandando, nos amonesta, acucia e invita a que, por la filosofía, mientras podamos, nos preparemos el camino a la futura gloria del cielo.

[9] Pero ni sólo Moisés, o los misterios cristianos, también la teología de los Antiguos nos muestra los bienes y la dignidad de las artes liberales, en cuya discusión estoy metido. ¿Qué otra cosa significan, en efecto, los grados de los iniciados observados en los misterios de los griegos? En los cuales, purificados primero mediante aquellas, que hemos dicho artes expiatorias, a saber, la moral y la dialéctica, les llegaba la recepción en los misterios. ¿Qué otra cosa puede ser eso sino la investigación de los secretos de la naturaleza mediante la filosofía natural? Entonces, ya así preparados, venía aquella epopteia (èpopteía), es decir, la contemplación de las cosas divinas mediante la luz de la Teología. ¿Quién no anhelará ser iniciado en semejantes misterios? ¿Quién, despreciando todo lo humano, hollando los bienes de la fortuna, descuidado del cuerpo, no deseará, todavía habitante de esta tierra, ser comensal de los dioses, y embriagado con el néctar de eternidad, mortal animal aún, recibir el regalo de la inmortalidad? ¿Quién no querrá ser arrebatado por los transportes aquellos de Sócrates que describe Platón en el Fedro, y, remando con pies y alas, en velocísima carrera, huir de aquí, de este mundo, todo dominado por el maligno, y ser llevado a la Jerusalén celestial? Seremos transportados, Padres, seremos arrebatados por los entusiasmos socráticos, que nos sacarán de tal manera fuera de nosotros mismos, que pondrán a nuestra mente y a nosotros mismos en Dios. Seremos así llevados, si antes hubiéremos hecho lo que está en nuestro poder. Si, efectivamente, por la moral, las fuerzas de los apetitos van dirigidas por sus cauces regulares según las debidas funciones, de modo que resulte de ello un concierto acordado, sin disonancias perturbadoras; y, si, por la dialéctica, se mueve la razón avanzando hacia su propio orden y medida, tocados por el arrebato de las Musas, henchiremos nuestros oídos con la armonía celeste. Entonces el corifeo de las Musas, Baco, revelándonos a nosotros filosofantes, en sus misterios, es decir, en los signos de la naturaleza visible, lo invisible de Dios, nos embriagará con la abundancia de la casa de Dios, en toda la cual si somos, como Moisés fieles, haciendo su entrada la Teología, nos enardecerá con un doble ímpetu: por un lado encumbrados a aquel elevadísimo mirador, midiendo desde allí con la eternidad indivisible lo que es, lo que será y lo que fue, y contemplando la Primera Hermosura, seremos amadores alados de ella como apolíneos vates, y por otro, pulsados como por un plectro por el amor inefable, convertidos en encendidos Serafines, fuera de nosotros, henchidos de Divinidad, no seremos ya nosotros mismos, seremos Aquel mismo que nos hizo.

[10] Si alguien se pone a escudriñar los sagrados nombres de Apolo, sus ocultos y misteriosos sentidos, verá que aquel dios, tanto representa a un filosofo como a un poeta. Y, pues, ya Ammonio lo trató y concluyó suficientemente, no hay por qué lo lleve yo ahora por otros caminos. Pero evocad, Padres, los tres preceptos deíficos imprescindibles para aquéllos que han de penetrar en el sacrosanto y augustísimo Templo, no ya del figurado, sino del verdadero Apolo, de Aquel que ilumina a toda alma que viene a este mundo; veréis que no otra cosa nos inculcan sino que tomemos a pechos, con todas nuestras fuerzas, esta filosofía tripartita, en torno a la cual gira nuestra presente disputa. Porque aquello de mhden agan (méden ágan), es decir, «nada en demasía», viene a dar norma y regla a todas las virtudes con el criterio de la mediedad, de la que se ocupa la moral. Y aquel gnoqi seauton (gnóthi seautón), es decir, «conócete a ti mismo», nos incita y estimula al conocimiento de toda la naturaleza, cuyo broche y como resumen es la naturaleza del hombre; pues quien se conoce, conoce todo en sí, como escribieron ya, primero Zoroastro, y luego Platón en el Alcibíades. Finalmente, iluminados por este conocimiento mediante la filosofía natural, muy cerca ya de Dios, pronunciando el EI, es decir, «Eres», con invocación teológica, nombraremos, tan familiar como felizmente, al verdadero Apolo.

[11] Preguntemos también al sapientísimo Pitágoras, sabio, ante todo, porque nunca se consideró digno del nombre de sabio. Nos ordenará primero que no nos sentemos sobre el celemín, es decir, que no perdamos por desidia, ni aflojando por vagancia, la parte racional con la que el alma todo lo mide, lo juzga y lo escudriña, sino que con el ejercicio y regla dialéctica, asidua mente la dirijamos y excitemos. Y luego nos pondrá en guardia contra dos cosas; una, mear contra el sol, y otra, cortarnos las uñas durante el sacrificio. Sólo cuando, por la moral, hayamos expulsado fuera las apetencias lúbricas de los desbordados deleites, y hayamos cercenado los rebordes, como afilados salientes, de la ira y las púas del alma, entonces, y sólo entonces, entremos a tomar parte en los ritos sagrados, a saber, en los misterios antes mencionados de Baco, cuyo padre y guía con razón se dice ser el Sol; entonces será nuestro vacar a la contemplación. Lo último, nos mandará que echemos comida al gallo, quiere decir, que alimentemos la parte divina de nuestra alma con el conocimiento de las cosas divinas como con manjar sólido y ambrosía celeste. Este es el gallo a cuya vista el león, es decir, toda potestad terrena, tiembla y reverencia; éste es aquel gallo al que leemos en Job [38, 36] haberle sido dada inteligencia; al canto de este gallo el hombre descarriado vuelve en sí. Este gallo, al alborear el crepúsculo matutino, cuando cantamos a Dios con los luceros de la mañana, viene cada día a sumarse al concierto. Este gallo, Sócrates [Fedón 118a], ya a punto de muerte y en la espera de unirse la divinidad de su alma a la divinidad del gran mundo, dice deberlo a Esculapio, como a médico de las almas, aun fuera ya de toda contingencia de enfermedad.

[12] Reseñamos también los testimonios de los caldeos; veremos (si les damos fe) que está abierta a los mortales, por las mismas artes, la vía a la felicidad. Escriben los exegetas caldeos haber afirmado Zoroastro que el alma era alada, y que, desprendiéndose las alas, cayó precipitada en el cuerpo; pero, volviendo aquéllas a crecerle, remontó el vuelo hacia los dioses; preguntándole los discípulos por qué vía conseguirían ellos unos ánimos voladores con alas bien plumadas: "regad, dijo, las alas con las aguas de la vida". De nuevo, insistiendo ellos, de dónde obtendrían tales aguas, por vía de parábola (como era su estilo) les respondió [ver Génesis 2, 10-14]: "Con cuatro ríos es bañado y regado el paraíso de Dios; de allí sacaréis para vosotros aguas saludables; el que viene del Septentrión se llama Pischón, que quiere decir lo recto; el que viene del Poniente, Dichón, que significa expiación; el que viene del Oriente, Chiddekel, que suena a luz, y el que viene del Sur, Perath, que puede traducirse por piedad". Fijaos, Padres, mirad atentamente lo que significan estas enseñanzas de Zoroastro; con seguridad no otra cosa sino que, por la ciencia moral, como con baños recios del Septentrión, expiemos las impurezas de nuestros ojos; por la dialéctica, como con una regla boreal, untemos su pupila para lo recto. Entonces por la consideración de la filosofía natural, vayamos acostumbrándonos a aguantar la luz, aún tenue, de la verdad, como los primeros destellos del sol en su nacimiento, hasta que, por fin, por la devoción teológica y culto santo de Dios, sostengamos esforzadamente, cual águilas de altura, el fortísimo resplandor del sol en su cenit meridial. Estos pueden ser aquellos saberes matinales, meridianos y vespertinos, cantados, primero, por David [Salmos, 55 (54)] y explicados más ampliamente por Agustín. Esta es aquella luz de fuego de mediodía que hiere en la cara e inflama a los Serafines y que igualmente ilumina a los Querubines. Esta es la región hacía la cual dirigía siempre sus pasos el vicio patriarca Abraham. Este! aquel lugar donde, según la opinión de los cabalistas y de los moros, no hay lugar para los espíritus inmundos. Y si de los muy secretos misterios es lícito sacar algo a la luz pública siquiera sea bajo velo de enigma, puesto que la repentina caída del cielo hirió de vértigo la cabeza de nuestro hombre y, según Jeremías [9, 10], colándose la muerte por las ventanas, dañó el hígado y el corazón, invoquemos a Rafael, el médico celestial, que nos curará con los saludables fármacos de la moral y de la dialéctica. Ya de nuevo restablecidos a buena salud, vendrá a morar con nosotros Gabriel, la fuerza de Dios, quien, llevándonos a través de los milagros del orden natural, mostrándonos por doquier la virtud y el poder de Dios, finalmente nos entregará al sumo Sacerdote, Miguel, el cual, a los que dimos buena cuenta de nosotros, sirviendo bajo las banderas de la filosofía, nos marcará, como con corona de piedras preciosas, con el sacerdocio de la Teología.

[13] Estas son las cosas, Padres respetabilísimos, que, no sólo me animaron, sino me empujaron al estudio de la filosofía. Cosas que de cierto no pensaba decir si no tuviera que responder a los que suelen proscribir el estudio de la filosofía, máxime para las personas principales, o, en general, para los que viven con una fortuna pasable. Pues todo esto que es filosofar (tal es la desgracia de nuestro tiempo) tira más a desprecio e injuria que a honor y gloria. Hasta este grado penetró ya en la mente de casi todos esta nefasta y monstruosa creencia de que en modo alguno hay que filosofar, o sólo por pocos, como si en el explorar hasta lo último y hacerse familiar las causas de las cosas, los usos de la naturaleza, el sentido del universo, los designios de Dios, los misterios de los cielos y de la Tierra, no hubiera más que el interés de granjearse algún favor o de proporcionarse algún lucro. Se ha llegado (¡oh dolor!) hasta no tenerse por sabios sino a los que convierten en mercenario el cultivo de la sabiduría, y se da así el espectáculo de una púdica Minerva, huésped de los mortales por regalo de los dioses, arrojada, gritada, silbada. No tener quien la ame, quien la ampare, a no ser que ella, como prostituta y cambiando por unas monedas su deflorada virginidad, eche en el cofrecito del amante la mal ganada paga. Todo lo cual yo, no sin grandísimo dolor e indignación, lo digo, no contra los príncipes, sino contra los filósofos de este tiempo, los que piensan y proclaman que no vale la pena filosofar, porque para los filósofos no hay establecidos ningunos premios, ninguna paga, como si no bastara esto para demostrar con ello que no son filósofos. Pues, si toda su vida está puesta en la ganancia o en la ambición, claro es que no abrazan el conocimiento de la verdad por sí misma. Me concederé esto a mí, y no me avergonzaré de alabarme por no haberme puesto a filosofar por otra causa sino por el filosofar mismo, ni esperar o buscar de mis estudios y de mis elucubraciones otra recompensa o fruto que el cultivo del espíritu y el conocimiento de la verdad, siempre y en alto grado deseada. Tan deseoso y apasionado por ella siempre fui que, desechado todo cuidado de asuntos privados y públicos, me entregué todo al ocio de la contemplación, del cual ningunas murmuraciones de los envidiosos, ningún dicterio de los enemigos de la sabiduría me pudieron hasta ahora, ni en lo futuro me podrán apartar. Me enseñó la misma filosofía a depender de mi propio sentir más que de los juicios de otros, y a cuidar, no tanto de no andar en las lenguas maldicientes, cuanto de no decir ni hacer yo mismo algo malo.

[14] Ciertamente, no se me ocultaba, Padres respetabilísimos, que esta mi Disputa iba a ser tan grata y agradable para todos vosotros que favorecéis las buenas artes y que quisisteis honrarla con vuestra augustísima asistencia, como pesada y molesta para muchos otros, Sé que no faltan quienes reprobaron ya antes mi propósito y lo condenan ahora con muchos apelativos. Fue ya usual no tener menos, por no decir más, detractores lo bueno y santo que se hace para la virtud, que lo inicuo y perverso que va para el vicio. Hay quienes no aprueban todo este género de disputas y de debatir en público temas doctrinales, afirmando que es más para la pompa vana del ingenio y la ostentación del saber que para el aumento del conocimiento. También hay quienes, sin reprobar este género de ejercicios, de ninguna manera lo aprueban en mí; que yo a mi edad, a mis veinticuatro años, haya osado proponer tal Disputa sobre altísimos misterios de la Teología cristiana, sobre pasajes profundísimos de la Filosofía, de disciplinas desconocidas, y esto en una celebérrima Urbe, ante una lucidísima asamblea de doctísimos varones, a la vista del senado apostólico. Otros todavía, concediéndome esto, que baje a la Disputa, no acceden a que abarque las novecientas cuestiones, incriminándome, tanto la superfluidad y ambición, como el emprender lo superior a mis fuerzas. A decir verdad, me hubiera rendido en seguida a estas objeciones, si en este sentido me hubiera guiado la filosofía que profeso; y de aconsejarme ella así, no respondería en esta hora, si creyera que la tal Disputa entablada entre nosotros, lo era sólo por el afán de pelea y de contienda. Por ello, quede fuera todo propósito de atacar o de herir, y la mala sangre, que dice Platón estar siempre ausente del concierto divino [Fedro 247a], huya también de nuestras mentes, y pongámonos amistosamente a considerar si vale la pena mi Disputa y si vale discutir de tal número de cuestiones.

[15] Lo primero, pues, a los que recriminan este uso de la Disputa pública no les voy a decir muchas cosas, dado que esta culpa, si es culpa, no sólo me es común con vosotros todos, doctores excelentísimos, que muchas veces, y no sin extremada loa y gloria, habéis cumplido con este oficio, sino común también con Platón y Aristóteles, y con autorizadísimos filósofos de todos los tiempos. Tenían éstos por averiguadísimo que nada era tan importante para alcanzar el conocimiento de la verdad, en cuya busca se afanaban, como frecuentar al máximo este ejercicio de disputa. Porque, así como por la gimnasia se robustecen las fuerzas del cuerpo, así, sin género de duda, en esta palestra literaria, las fuerzas del alma se tornan incomparablemente más fuertes y más lozanas. Y pienso yo que los poetas, cuando cantan las armas de Minerva, o cuando los hebreos ponen al  hierro como símbolo de los hombres sabios, no otra cosa quieren darnos con ello a entender sino los limpísimos combates de esta clase, como imprescindibles para adquirir la sabiduría. Y por la misma razón, de seguro, también los caldeos, en la crianza del que va a ser filósofo, quieren que Marte mire a Mercurio con una triple mirada, como si, quitando estos encuentros, estas luchas, cayera en sopor y somnolencia toda filosofía.

[16] Bien veo, ciertamente, que me es más difícil salvar la razón de mi desacuerdo con aquéllos que me achacan mi incompetencia en este terreno. Pues, si afirmo la competencia, veo caer sobre mí la nota de inmodesto y engreído; si me reconozco incompetente, cargaré con el reproche de temerario y desaconsejado. Ved en qué apuros me he metido, en qué lugar me he colocado, donde no puedo, sin faltar, prometer de mi lo que, sin faltar, no puedo dejar de dar. Por ventura me valdrá aquello de Job que "el espíritu está en todos" [32, 8], y lo de Pablo a Timoteo, "nadie desprecie tu juventud" [I, 4, 12]. Pero con mucha más verdad diré, desde la sinceridad y convicción de mi ánimo, que nada hay en nosotros de grande ni singular. No negaré que soy estudioso y amante de las buenas artes, pero nombre de docto, ni lo tomo ni me lo arrogo. Por lo cual, el haberme echado sobre los hombros un tan gran peso, no fue porque no fuésemos conscientes de nuestra debilidad, sino porque sabía que esta suerte de peleas, es decir, literarias, tiene de peculiar, que ser vencido en ellas es ganar. De lo que resulta que el más pobre de, luces puede y debe no sólo emplearse en ellas, sitio adelantarse a desearlas. Puesto que el que cae recibe del vencedor beneficio, no daño. Por él, en efecto, torna a casa más rico, es decir, más docto, y más pertrechado para ulteriores encuentros. Con ello confortado yo, soldado bisoño, no he temido entablar tan recio combate con los más diestros y valerosos. Que si en esto ha habido temeridad o no, más atinadamente lo dirá quien juzgue más por el éxito de la pelea que por nuestra edad.

[17] Resta, pues, en tercer lugar, responder a aquellos a quienes ofende tan numerosa serie de cuestiones propuestas, como si la carga fuera a pesar sobre sus hombros y no sobre los míos, que habrán de soportar a solas todo el trabajo. Poco razonable, en verdad, y sobremanera impertinente querer poner medida al empeño ajeno y, como afirma Cicerón, afectar medianía en aquello que tanto es mejor cuanto más es. En definitiva, al arrostrar tan colosal hazaña, preciso era o sucumbir en ella o darle cima. Si salía con ella adelante, no veo por qué lo que es para alabar, acertando en diez cuestiones, sea vituperable acertando en novecientas. Si sucumbía, tendrían, los que me quieren mal, de dónde acusarme, y los que me quieren bien, de dónde excusarme. Pues en asunto tan grande y tan desmesurado, que un adolescente falle, por cortedad de talento o por poquedad de doctrina, más es digno de indulgencia que de acusación. El mismo poeta dirá [Propercio, Eleg., lib. III]:

si fallan las fuerzas, la osadía será un honor, en lo grande vale ya el querer.

Pues si en nuestro tiempo muchos, imitando a Gorgias Leontino, no sin aplauso, acostumbraron a proponer disputas, no digo ya sobre novecientos temas, sino sobre todas las cuestiones de todas las artes, ¿por qué no va a serme a mí permitido, sin faltar en nada, disputar sobre multitud de cosas, muchas, sí, pero ciertas y determinadas?

Pero eso, dicen, es superfluo y ambicioso. Yo, por el contrario, sostengo que no he hecho esto a la ligera, sino por necesidad, como, aun a su pesar, se verán ellos forzados a reconocer, si se ponen a considerar conmigo la naturaleza del filosofar. Porque los que se adhieren a alguna de las familias de filósofos, inclinándose a Tomás, por ejemplo, o a Escoto, que son ahora muy leídos, sólo pueden arriesgar sus propias opiniones en la discusión de unas pocas cuestiones. Pero yo de tal manera me formé que, no jurando en palabras de nadie, me he internado por todos los maestros de la filosofía, he revuelto todos los pergaminos, he pasado revista a todas las escuelas. Y como tenía que pronunciarme sobre todas ellas, no fuera que si, por defender una opinión particular, posponía las otras, pareciera vinculado a aquella, no pudo ser sino que, aun diciendo poco de cada una, fuesen muchas las cosas que se ofrecía decir, al mismo tiempo, de todas. Y nadie me reproche que haga asiento allí dondequiera me empujan los vientos de la hora, pues fue ya uso de todos los Antiguos revolver toda clase de escritos, y no dejar por leer, en lo posible, los comentarios de otros. Principalmente desde Aristóteles que, por esta causa, era apellidado por Platón el "anagnostes" (ànagnóstes), es decir, el lector. Y, a decir verdad, de bien estrecho espíritu es encerrarse sólo en el Pórtico, o sólo en la Academia, ni es posible escogerse con tino para sí una familia propia, entre todas, quien no ha tenido antes trato familiar con todas. Juntad a ello que en cada familia hay algo sobresaliente que no tiene de común con las demás.

[18] Y para comenzar con los nuestros, a los que en el último tiempo llegó la filosofía, hay en Juan Escoto cierta lozanía y sutileza, en Tomás solidez y equilibrio, en Egidio diafanidad y justeza, en Francisco lo incisivo y agudo, en Alberto lo añejo, vasto y grandioso, en Enrique, es mi opinión, siempre lo sublime y venerando. Entre los árabes, en Averroes hay firmeza irrebatible, en Avempace, en Alfarabi, seriedad y ponderación. En Avicena se echa de ver lo divino y lo platónico. En los griegos, en general, siempre la filosofía es clara y acendrada. En Simplicio abundosa y rica, en Temistio elegante y compendiosa, en Alejandro coherente y erudita, en Teofrasto elaborada a conciencia, en Ammonio, suelta y amena. Y si volvemos a los platónicos, para citar unos pocos, en Porfirio te deleitarás con la abundancia de materias y una religiosidad polifacética, en Jámblico venerarás una filosofía más oculta, y con los misterios y ritos de los bárbaros, en Plotino no hay al pronto qué admirar en particular, pues siempre resulta admirable, ya hable divinamente de lo divino, ya de lo humano sobrehumanamente, con una sutil ambigüedad de estilo, que sudan los platónicos para, a duras penas, entenderle. Paso por alto a los más recientes, a Proclo, con su desbordante fecundidad asiática, y a los que de él derivaron, Hermias, Damascio, Olimpiodoro, y muchos otros, en todos los cuales aquel "to Qeion" (tò Theíon), lo divino, brilla siempre como divisa propia de los platónicos.

[19] Además, si alguna secta hay que ataca las proposiciones más evidentes y se mofa con malsana agudeza de las buenas causas, esa confirma la verdad, no la debilita, igual que al revolver el rescoldo no se apaga, sino se aviva la llama mortecina. Movido yo por estas razones, quise traer a cuento las opiniones, no de una en particular (como hubiera agradado a algunos), sino de cualesquiera escuela o doctrina, a fin de que, con el cotejo de muchas y con la discusión de las más variadas filosofías, luciera más claro a nuestras mentes aquel fulgor de la verdad, del que habla Platón en sus Cartas [VII, 341d], como el Sol naciente emergiendo de las profundidades. ¿Qué sería si sólo tratáramos de la filosofía de los latinos, de Alberto, de Tomás, de Escoto, de Egidio, de Francisco y de Enrique, omitiendo a los filósofos griegos y a los árabes? Siendo así que toda la sabiduría derivó a los griegos de los bárbaros, y de los griegos a nosotros.

Así fue constante proceder de los nuestros, al hacer filosofía, al apoyarse en descubrimientos ajenos y cultivar los campos de otros. ¿Qué sería ocuparse de los peripatéticos en la filosofía natural- si no se traía también a cuento la Academia de los platónicos, cuyas enseñanzas, en especial sobre las cosas divinas, se han tenido (testigo Agustín) entre todas las filosofías como la más santa, y, por primera vez, que yo sepa (y que no se tome a mal la palabra), después de muchos siglos, ha sido traída por mí a público examen y disputa? ¿A qué venía el tratar de las opiniones de los otros, sin exclusión, si, convidados a este banquete de sabios, entráramos sin escotar lo nuestro, sin aportar nada propio, ningún parto del ingenio y trabajo de nuestra parte? Ciertamente, no es de bien nacidos (como dice Séneca) [Cartas a Lucilio, 33, 7] el saber circunscrito a glosas, como si los descubrimientos de los mayores nos hubieran cerrado los caminos a nuestro ingenio, como si se hubiera agotado en nosotros el vigor de la naturaleza, sin fuerza ya para engendrar por sí mismo algo nuevo que, si no vale para demostrar la verdad, sí al menos para insinuarla siquiera de lejos. Pues si en el campo el agricultor y en la mujer el marido aborrecen la esterilidad, no menos aborrecerá al alma infecunda una mente divina a ella pegada, cuando sobre todo espera de ella una mucho más noble prole.

[20] Por todo ello, no contento yo con haber añadido a las doctrinas comunes otras muchas de la antigua teología de Mercurio Trismegisto, muchas de las enseñanzas de los caldeos y de Pitágoras, muchas de las más arcanas de los misterios de los hebreos, propusimos a disputa también una multitud de cosas halladas y meditadas por nosotros tocantes a asuntos naturales y divinos.

[21] Propusimos primeramente una concordia entre Platón y Aristóteles, por muchos creída, por ninguno suficientemente demostrada. Prometió hacerla Boecio entre los latinos; no se ve que llevara nunca a cabo lo que siempre quiso. Entre los griegos Simplicio, que se propuso lo mismo, ojalá lo hiciera igual que lo prometió. Escribe Agustín en los Académicos [Contra Académicos, III, 19] que no faltaron muchos que con sutilísimas disquisiciones intentaron demostrar lo mismo, a saber, que la de Platón y la de Aristóteles son una misma filosofía. Juan el Gramático, bien que asegure que las disidencias entre Platón y Aristóteles sólo existen para aquellos que no entienden las expresiones de Platón, pero luego dejó el probarlo a los venideros. Añadimos muchos pasajes en los que los pareceres de Escoto y Tomás, los de Averroes y Avicena, que se tienen por discordantes, afirmamos que concuerdan entre sí.

[22] En segundo lugar hemos puesto lo que pensamos de la filosofía, tanto aristotélica como platónica, más otras setenta y dos nuevas tesis físicas y metafísicas, las cuales, si alguien las sostiene, podrá (si no me engaño), como será para mi en breve manifiesto, resolver cualquier cuestión de las cosas naturales y divinas, mediante un razonamiento muy distinto de aquel que hemos aprendido en la filosofía que se enseña en las escuelas y que se cultiva por los doctores del tiempo.

Ni era tanto, Padres, cosa de admirarse el que yo, en mi tierna edad, cuando apenas me fue dado el leer los comentarios de otros (como algunos alegan), quisiera traer una nueva filosofía, cuanto de alabarla si se defendía bien, o de condenarla si era reprobable, y, en fin, puestos a juzgar nuestras invenciones y escritos, no tanto contar los años del autor, cuanto sus méritos o servicios.

[23] Existe además, aparte de la que hemos aducido, otra forma nueva de filosofar por vía de números; forma antigua que fue practicada por los teólogos primitivos, por Pitágoras el principal, por Aglaofemo, Filolao, Platón y los primeros platónicos, pero que en este tiempo, como otras cosas preclaras, por la incuria de los posteriores, tanto cayó en desuso que apenas se hallan de ella vestigios. Escribe Platón en la Epínomis [977a ss.] que entre todas las artes liberales y ciencias especulativas, la principal y máximamente divina es la ciencia de los números. Preguntándose por qué el hombre es un animal sapientísimo, se responde: porque sabe contar. De esta afirmación se hace eco Aristóteles en los Problemas [20, 6, 956 a 12]. Escribe Abumasar que fue un decir de Avenzoar babilonio que aquél que sabía contar sabía todo. Lo cual no puede en modo alguno ser verdadero si por arte de contar entendemos el arte ese en el que, por encima de todos, nuestros mercaderes son peritísimos, lo que corrobora Platón cuando nos advierte, poniendo énfasis en el dicho, que no pensemos que esta divina aritmética es la aritmética mercantil. Creyendo, pues, que tras muchas elucubraciones, he llegado a explorar esa aritmética tan enaltecida, lanzado ya a esta aventurada empresa, prometí responder públicamente, utilizando los números, a setenta y cuatro cuestiones que cuentan entre las principales de la ciencia física y la ciencia divina.

[24] También hemos introducido proposiciones mágicas, en las cuales aclaramos que hay dos clases de magia; una consistente toda ella en obra y poder de los demonios, cosa, por Júpiter, execrada y horrenda; otra que, si bien se examina, no es sino consumada filosofía natural. De una y otra haciendo mención los griegos, nunca otorgan el nombre de magia a aquella primera, a la que denominan "goeteian" (goeteía), hechicería, a la segunda llaman con propia apelación: "mageian" (mageía), como perfecta y suprema sabiduría. Porque lo mismo suena, según Porfirio [De Abstinencia, IV, 16], mago en lengua persa, que entre nosotros intérprete y aficionado a las cosas divinas. Grande y diré que extremada es, Padres, la disparidad y desemejanza entre ambas artes. Aquella primera es condenada y execrada no sólo por la cristiana religión, sino también por todas las leyes, por toda bien establecida república. Esta segunda la aprueban y abrazan todos los sabios, todos los pueblos interesados por las cosas celestes y divinas. Aquélla es la más fraudulenta de todas las artes, ésta es la más alta y santa filosofía. Aquélla nula y vana, ésta firme, fiel y sólida. Aquélla, los que, la cultivaron, siempre lo encubrieron, por ceder en ignominia y deshonra de su autor; de ésta derivó en la antigüedad, y casi siempre, gran lustre y gloria del saber; de aquélla nunca se ocupó el varón dado a la filosofía, ni el codicioso de iniciarse en buenas artes; para aprender ésta navegaron Pitágoras, Empédocles, Demócrito, Platón, la predicaron a su vuelta y la guardaron entre sus secretos como la más estimable. Aquélla, como no se prueba con argumentos ciertos, tampoco tiene seguros patronos; ésta honorable por los que llamaríamos sus ilustres progenitores, tiene como adalides principalmente a dos: Zamolxides, al que siguió Abbaris, el hiperbóreo, y Zoroastro, no el que quizá pensáis, sino el hijo aquél de Oromaso. Si preguntamos a Platón qué género de magia es el de ambos, nos responderá en el Alcibíades [I, 120de ss.] que la magia de Zoroastro no es otra cosa que la ciencia de las cosas divinas, con la que los reyes persas educaban a sus hijos, a fin de que, con el ejemplo delante de la república del mundo físico, aprendieran a regir su propia república. Responderá en el Cármides [156] que la magia de Zalmoxides es la medicina del alma, a saber, que por ella se proporciona al alma el equilibrio, como mediante aquella otra la salud al cuerpo. En las huellas de éstos se afirmaron después Caranda, Damigerón, Apolonio, Hostanes y Dárdano [Tert. De anima, 57]. Las siguió Homero, del cual algún día demostraremos en nuestra Teología poética que, bajo capa de los viajes de su Ulises, encubrió, igual que las demás, también esta sabiduría. Las siguieron Eudoxo y Hermipo, las siguieron, puede decirse, todos los que se adentraron en los misterios pitagóricos y platónicos.

Entre los más recientes que hayan seguido su rastro por el olfato encuentro tres, Alkindi árabe, Rogerio Bacon y Guillermo Parisiense. La evoca también Plotino [En. IV, 42-43] cuando muestra que el mago es un servidor y no un artífice de la naturaleza; esta clase de magia la aprueba y confirma, varón sapientísimo, de tal manera detestador de la otra, que invitado a tomar parte en los misterios de los malos demonios, dijo que más justo sería que ellos vinieran a él que no él a ellos, y con razón. Porque así como aquélla hace al hombre atado y esclavo de los malignos poderes, ésta, a la inversa, le vuelve soberano y dueño de ellos. Aquélla, finalmente, no puede arrogarse el nombre de arte ni de ciencia; ésta, inmersa en misterios altísimos, abarca la contemplación profundísima de las cosas más secretas y, en conclusión, el conocimiento de toda la naturaleza. Esta, buceando a través de las fuerzas esparcidas por don gratuito de Dios, y las insertas a modo de semillas en el mundo, como sacándolas de los escondrijos a la luz, más que realizar milagros, sirve diligentemente a la naturaleza que los hace; entrando escrutadoramente en la armonía del universo, tan significativamente apellidada por los griegos "sumpaqeian" (sympátheia), y con un conocimiento perspicaz y respectivo de las diferentes naturalezas, para lo que pulsa arteramente los caprichos de cada una, lo que suele decirse los "iugges" (iúgges) sortilegios de los magos, saca afuera los milagros escondidos en los escondrijos del mundo, en el seno de la naturaleza, en las despensas y arcanos de Dios, como si ella fuera el Artífice; y a la manera como el labrador junta los olmos con las vides, así el mago casa el Cielo con la Tierra, es decir, lo inferior con las dotes y virtudes de lo superior. De lo cual resulta que todo lo que aquélla es de fantasiosa y nociva, ésta lo es de divina y saludable. Por esto principalmente, porque aquélla, haciendo esclavo al hombre de los enemigos de Dios, los aparta de Dios; ésta despierta admiración de la obra de Dios, que tiene como secuela certísima la rendida caridad, la fe y la esperanza. Pues nada contribuye más a la religión y a la adoración de Dios que la asidua contemplación de sus maravillas; pues cuando las hubiéremos explorado con esta magia natural de la que hablamos, espoleados más ardientemente a un gran amor del Artífice nos veremos impulsados a cantar aquello de: "Llenos están los cielos, llena la tierra toda de la majestad de tu gloria" [Isaías, 6, 3]. Y esto baste sobre la magia, de la cual hemos dicho todo esto porque sé que hay muchos que, igual que los canes ladran siempre a los extraños, éstos muchas veces condenan y detestan lo que ignoran.

[25] Vengo ahora a aquello que mencioné como deducido de los antiguos misterios de los hebreos para confirmar nuestra sacrosanta y católica fe, no sea que también para aquellos que lo ignoran, aparezcan ocurrencias lúdicas y fábulas de feria; quiero por ello que todos sepan qué y qué tales son esas cosas, de dónde se toman, por quiénes y cuán ilustres autores están respaldadas, y cuán asentadas, cuán divinas y cuán necesarias sean para servir de apoyo a nuestros hombres en la defensa de nuestra religión contra las importunas calumnias de los hebreos. No sólo celebrados doctores hebreos, también entre los nuestros, Esdras [Esdras IV, apócrifo], Hilario, Orígenes, escriben que Moisés no sólo recibió de Dios en la montaña la ley que dejó a la posteridad redactada en cinco libros, sino además una más secreta y la verdadera explicación de la ley, y que le fue mandado por Dios que promulgase, sí, la ley ante el pueblo, pero que la interpretación de la ley no la pusiese por escrito ni la publicase, y que sólo a Jesús Nave, y éste a los principales de los sacerdotes que se sucedieran después, se la revelase, con una sagrada obligación de silencio. Bastaba el simple relato de los hechos para dar a conocer, ya la omnipotencia de Dios, ya su cólera contra los malvados, su clemencia para los justos y para todos su justicia, y, por medio de divinos y saludables preceptos para el recto y dichoso vivir, establecer el culto de la verdadera religión. Pero revelar al pueblo llano los misterios más íntimos y los arcanos de la altísima Divinidad, latentes debajo de la corteza de la ley y en la tosca envoltura de las palabras, ¿qué otra cosa hubiera sido sino echar las cosas santas a los perros y arrojar las margaritas a los puercos? [Mateo, 7, 6]

[26] Así pues, tener esto oculto al vulgo y comunicarlo sólo a los perfectos, entre los cuales únicamente dice Pablo [I Cor., 2. 6] hablar él la sabiduría, no fue recomendación humana, sino precepto divino. Esta costumbre la guardaron religiosísimamente los antiguos filósofos; Pitágoras nada escribió, salvo unas cosillas que legó al morir a su hija Damo; las esfinges esculpidas en los templos egipcios advertían de esto, que las enseñanzas secretas se guardaran invioladas de la profana multitud mediante los nudos de los enigmas. Platón, escribiendo a Dionisio [Carta II, 312d e] algo sobre las sustancias supremas, dice que "se ha de expresar por medio de enigmas, no sea que, si por fortuna cayera la carta en manos extrañas, otros entiendan lo que te escribimos". Aristóteles decía que los libros de la Metafísica, en que habla de cosas divinas, estaban publicados y no publicados. ¿Qué más? Orígenes afirma que Jesucristo, maestro de vida, reveló muchas cosas a los discípulos, que ellos no quisieron escribir por no hacerlas accesibles y comunes al vulgo. Lo corrobora entre todos Dionisio Areopagita, quien dice que los más secretos misterios fueron trasmitidos por los autores de nuestra religión "ek nou eis noun dia meson logon", de mente a mente sin escritura, por mediación de la palabra. Cuando exactamente del mismo modo, por mandato de Dios, se había de revelar aquella auténtica interpretación de la ley confiada por modo divino a Moisés, se llamó a eso Cábala, que para los hebreos es lo mismo que para nosotros recepción. Por esto justamente, porque aquella doctrina no había de ser trasmitida por documentos escritos, sino pasando de uno a otro, como por cierto derecho hereditario, a través de la serie regular de las sucesivas revelaciones.

[27] Pero cuando una vez vueltos los hebreos de la cautividad de Babilonia por obra de Ciro, y restaurado el Templo bajo Zorobabel, se aplicaron a restablecer la ley, Esdras [ibid.], al frente entonces de la asamblea, una vez corregido el libro de Moisés, comprendiendo claramente que, en razón de los destierros, matanzas, huidas, cautiverio del pueblo de Israel, no era posible conservar la costumbre establecida por los antepasados de trasmitir la doctrina de mano en mano, y que llegaría el tiempo en que se perderían los secretos de la celeste doctrina divinamente a él confiada, cuya memoria no podría durar mucho, faltando las glosas, determinó que, reunidos los sabios que aún quedaban, pusiese cada uno en común lo que recordase de memoria tocante a los secretos de la ley, y que, bajo la fe de escribanos, se redactase todo ello en setenta volúmenes (a tenor del número usual de los sabios del Sanedrín). No me creáis a mí solo en esto, Padres. Oíd a Esdras mismo que habla así: "Pasados cuarenta días, habló el Altísimo diciendo: Lo que escribiste primero hazlo público, que lo lean los dignos y los indignos, pero los últimos setenta libros los conservarás para entregarlos a los sabios de tu pueblo. Pues en éstos está la vena del intelecto, la fuente de la sabiduría y el río de la ciencia. Y así lo hice." Así Esdras al pie de la letra. Estos son los libros de la ciencia de la Cábala. Esdras comenzó diciendo con perceptible voz que en los libros se encerraban la vena del intelecto, a saber, la inefable Teología de la superesencial Deidad, la fuente de la sabiduría, a saber, la rigurosa Metafísica de las formas inteligibles y angélicas, y el río de la ciencia, a saber, la solidísima Filosofía de las cosas naturales.

[28] Estos libros Sixto cuarto, Pontífice Máximo, que precedió inmediatamente al felizmente reinante Inocencio octavo, procuró con todo cuidado y empeño que se publicasen en lengua latina para pública utilidad de nuestra fe. Y cuando él murió, tres de ellos estaban ya a disposición de los latinos. Estos libros son tenidos hoy en tanto respeto por los hebreos que nadie por debajo de los cuarenta años es autorizado a tocarlos. Habiéndomelos yo procurado, con no pequeño gasto, y habiéndolos leído con suma diligencia, sin reparar en fatigas, descubrí en ellos (Dios me es testigo), no tanto la religión de Moisés, cuanto la de Cristo. Allí el misterio de la Trinidad, allí la Encarnación del Verbo, allí la divinidad del Mesías; sobre el pecado original, sobre la reparación de él por Cristo, sobre la Jerusalén celestial, sobre la caída de los demonios, sobre los coros de los ángeles, sobre el Purgatorio y sobre las penas del infierno, cosas leí iguales a las que a diario leemos en Pablo y en Dionisio, en Jerónimo y en Agustín. Y en lo que atañe a la Filosofía, estaréis oyendo ni más ni menos a Pitágoras y a Platón, cuyas doctrinas tan afines son a la fe cristiana, que nuestro Agustín no se cansaba de dar gracias a Dios por haber venido a sus manos los libros de los platónicos. En conclusión, apenas hay tema de controversia entre nosotros y los hebreos, en que no se les pueda retorcer el argumento y convencerles a base de estos libros de los cabalistas, de modo que no quede rincón alguno donde se parapeten. Para lo cual me apoyo en el testimonio fundadísimo de Antonio Crónico, varón eruditísimo, el cual, estando yo en su casa en un banquete, oyó con sus propios oídos a Dáctilo, hebreo perito en esta ciencia, terminar entregado de pies y manos coincidiendo con la doctrina cristiana de la Trinidad.

[29] Pero volviendo a la reseña de los principales capítulos de mi Disputa, pusimos nuestra propia manera de interpretar los himnos de Orfeo y de Zoroastro. Orfeo entre los griegos se lee casi entero, Zoroastro entre ellos, mutilado, entre los Caldeos más completo. A ambos tengo por padres y fundadores de la sabiduría antigua. Pues, callando de Zoroastro, cuya mención nunca ocurre en los platónicos sin suma veneración escribe Jámblico calcidio que Pitágoras tuvo la teología órfica por modelo y, a tenor de ella, plasmó y conformó su filosofía. Y no por otra razón miran como sagrados los dichos dé Pitágoras, sino porque derivaron de las tradiciones órficas; de allí la doctrina oculta de los números; y cuanto de grave y sublime tuvo la filosofía griega, de allí fluyó como de su primer manantial. Mas conforme al uso de los antiguos teólogos, también Orfeo entretejió los secretos de sus doctrinas con aderezos de fantasía y los encubrió con ropaje poético, con el fin de que quien leyere sus himnos pensase que contienen sólo cuentecillos de fábula y purísimas chanzas. Lo que quiero quede dicho para que se aprecie bien cuánto trabajo, cuánta dificultad me supuso el sacar de las envolturas de los enigmas, de los escondrijos de las fábulas, los ocultos sentidos de una filosofía arcana, sobre todo, en cosa tan grave, tan escondida y tan inexplorada, sin ayuda alguna de la labor y diligencia de otros intérpretes. Y, sin embargo, me ladraron esos mis perros, achacándome el amontonar cosas minúsculas y sin fuste, sólo para pomposidad del número, como si no hubiera traído a cuento todas las más enredosas y controvertidas cuestiones, sobre las que se pelean las principales Academias, como si no hubiera introducido multitud de cosas completamente desconocidas e intocadas por aquéllos que me impugnan y se tienen por filósofos consumados. Más diré: estoy tan lejos de ese reproche que he procurado contraer cuanto pude el número de capítulos de la Disputa. Que si hubiera querido (como otros hacen) partirla en sus miembros y desmenuzarla, hubiera alargado el número hasta lo innumerable. Y para omitir los otros, ¿quién hay que no sepa que un solo tema de los novecientos, el de conciliar las filosofías de Platón y Aristóteles, podría, sin sospecha de empeño en la numerosidad, haber sido diluido en otros seiscientos, por no decir aún más, con sólo reseñar uno por uno todos los lugares en los que piensan otros que disienten, y yo juzgo que concuerdan? Y todavía (lo diré, aunque ni con modestia ni según mi estilo) lo diré, sin embargo, pues me fuerzan a ello los malévolos, quise con este certamen mío dar fe, no tanto de que es mucho lo que sé, cuanto de que sé lo que muchos no saben.

[31] Y para que esto salga ya a luz, Padres honradísimos, para que vuestro deseo, doctores excelentísímos, a los que, no sin gran complacencia, veo preparados y ceñidos esperando el combate, no lo demore más mi Oración, augurándolo feliz y fausto, como al son de trompa de guerra que nos llama, vengamos ya a las manos.