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ENRIQUE SUSO (1293 - 1366)
EL LIBRO DE LA SABIDURÍA ETERNA
Editorial Hastinapura, Buenos Aires (Argentina) 1982
Traducción realizada por el cuerpo de traductores de la editorial
 

TERCERA PARTE

Capítulo XXVII

DIOS ES UNA ESENCIA SIMPLICISIMA

       Discípulo. – Ahora, Sabiduría Eterna, tenéis que enseñar a vuestro discípulo cómo debe resignarse en manos de Dios y descansar en Él. Os suplico me digáis cómo podré conseguir esto.

       Sabiduría.– Cualquier alma puede volver a su origen que es Dios si comprende la unidad del mismo; es decir, que Dios es el primer principio de todo lo que es, y que es una esencia incomprensible, y sin nombre, toda vez que lo que no puede comprenderse no puede nombrarse adecuadamente. Y así todo lo que la inteligencia humana atribuye a Dios y afirma de El, es nada. Solamente la negación puede definirle, porque Dios no es ninguna de sus criaturas, sino una esencia infinita, impenetrable, superior a todo lo creado; un espíritu que posee la plenitud del ser, que se comprende a sí mismo, que es en sí y por sí el principio y fin de todas las cosas.

       Aquí en este océano es donde empiezan y donde acaban los hombres justos y resignados en Dios. Olvídanse de sí mismos, y se pierden en Dios por medio de un abandono sobrenatural y perfecto.

       Discípulo. – Siendo Dios una esencia simple, ¿cómo es que le darnos los nombres de Sabiduría, Justicia, Misericordia...? ¿Cómo se compagina esa multiplicidad de nombres con la absoluta unidad de su esencia?

       La Sabiduría. – Esta multitud de atributos o nombres aplicados al ser divino son una unidad perfecta.

       Discípulo. – ¿Qué es el ser divino?

       La Sabiduría. – Es la fuente de donde salen todas las emanaciones divinas y todas las comunicaciones de lo alto.

       Discípulo. – ¿Cuál es esta fuente, Señor?

       La Sabiduría. – La facultad y poder omnipotente

       Discípulo. – ¿Y qué es esta facultad o poder?.

       La Sabiduría – La misma naturaleza divina, en la cual el Padre es el principio del ser, de la generación y de la operación.

       Discípulo. – ¿No son una misma cosa Dios y la Divinidad?

       La Sabiduría. – Sí, la misma; pero la Divinidad no engendra ni obra, sino que quien engendra y obra es Dios; y de aquí proviene la diversidad de personas que la inteligencia humana distingue de la esencia divina, si bien en sí son una misma cosa, dado que en la naturaleza divina no hay más que una esencia. Las relaciones de la personas, por otra parte, nada añaden a esta esencia, si bien es cierto que se distinguen entre sí.

       La naturaleza divina no es mas simple en sí misma que en el Padre o en el Hijo o en el Espíritu Santo.

       La imaginación engaña en la contemplación de este misterio, porque hay que conocerlo a la manera de las cosas creadas.

       Discípulo. – ¡Oh, qué simplicidad más incomprensible! Decidme, eterna Sabiduría, ¿qué eran en Dios las cosas antes de que fueran creadas?

       La Sabiduría. – Estaban en Dios como en un ejemplar o modelo eterno.

       Discípulo. – ¿Y qué es este ejemplar eterno?

       La Sabiduría. – Es la misma esencia de Dios en cuanto se comunica y se da a conocer a las criaturas.

       En la idea eterna, las cosas creadas no son distintas de Dios, sino que participan de su esencia, su vida, su poder; son Dios en Dios, se confunden con Dios, y no son inferiores a El.

       Pero desde que salen de Dios por la creación, tienen ya una forma, una substancia, una esencia particular y distinta de Dios: y de este modo, en su origen de Dios son Dios por parte del principio de donde proceden, y en cuanto criaturas tienen a Dios por Creador.

       Discípulo. – ¿Es más noble y más elevada la esencia de la criatura en Dios que en sí misma?

       La Sabiduría. – La esencia de la criatura en Dios, no es criatura. La creación para las cosas es más útil que la esencia que tenían en Dios, porque la criatura no se confunde eternamente con Dios, sino que por medio de la creación Dios ordena divinamente todas las cosas creadas; ellas penden naturalmente de su principio, y como proceden de Dios, a Dios vuelven.

       Discípulo. – Pues entonces, ¿de dónde proviene el pecado, la maldad, el infierno, el Purgatorio, los malos espíritus, si es cierto que toda criatura de Dios procede y a Dios vuelve?

       La Sabiduría. – Las criaturas inteligentes y libres también deben volver a su principio, que es Dios; pero muchas no lo hacen, sino que se paran en sí mismas por un acto voluntario de orgullo y de locura. De aquí los malos espíritus y la maldad.

 

Capítulo XXVIII

EL HOMBRE DEBE VOLVER A DIOS

       Discípulo. – ¿Qué ha de hacer el hombre para volver a Dios y recobrar la felicidad perdida?

       La Sabiduría.– Pues ir por Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre, el cual, por su incomprensible dignidad y por los méritos de su Pasión y de su muerte, es el apoyo principal y único de los méritos de los santos, y se ha constituido Cabeza de la Iglesia.

       Todos los que quieran volver a Dios y hacerse hijos del Eterno Padre, han de desertar de sí mismos y convertirse a Jesucristo de corazón, para así conseguir la unión beatífica de la gloria.

       Discípulo – Y ¿en qué consiste esta conversión perfecta a Dios por medio de Jesucristo?

       La Sabiduría – Atiende cuidadosamente a lo que te diré. El hombre debía vivir en su centro, que es Dios. De este centro salió por excesivo amor que se tuvo a sí mismo y a las criaturas, y de este modo usurpó un derecho del Creador. Luego se apartó de Dios sin saber lo que hacía, y se dio criminalmente a las criaturas.

       De acuerdo a esto, para volver a Dios lo que debe hacer es:

       1º Convencerse de la bajeza de su ser, el cual, separado de la omnipotencia de Dios es verdaderamente nada.

       2º Pensar que Dios fue el que creo y conserva su naturaleza, y que él no ha hecho sino macularla con pecados; y que antes de volverla a Dios tiene que limpiarla de nuevo, purificándola.

       3º Rehacerse por un odio generoso a sí mismo, desprenderse de la multitud de amores terrenos que ocupan su corazón, renunciar por completo a sí mismo y abandonarse a la voluntad de Dios en todo, lo mismo en las alegrías que en los sufrimientos, en el trabajo que en el descanso.

       Mira que esta renuncia debe ser perpetua, para no apartarse más de Dios, y estar siempre con el espíritu unido a Jesús de tal modo que por El y según El juzgue y haga todas las cosas, y pueda exclamar con San Pablo: Vivo, pero no soy yo quien vive, si no que es Cristo el que vive en mí.

       Esto es lo que significa el abandonarse en Dios. Déjate, pues, a ti mismo, no para destruir o aniquilar la naturaleza, sino para desapropiarte de ella y despreciarte por amor a Dios. Así es como podrás ser feliz.

       Discípulo. – ¿Por qué seré feliz, Señor haciendo esto?

 

       La Sabiduría. Porque disfrutarás de las delicias de Paraíso, y a la vez gozarás, no en la realidad pero sí por una semejanza, la felicidad suprema de los santos, que de tal modo están absortos en Dios que no piensan ni se acuerdan nunca de sí mismos

       Discípulo. – Y ¿cómo están los santos en el cielo?

       La Sabiduría. – Viven en un arrobamiento divino o inefable. Así corno uno que está embriagado no es dueño de sí mismo, los bienaventurados se entregan a Dios tan en absoluto que tampoco son dueños de sí mismos, ni pueden recobrarse. Viven siempre con Dios, transformados en él para siempre, lo mismo que se transforma y pierde su sabor y su color una gota de vino arrojada a la inmensidad del océano.

       Discípulo. – ¿Los santos, según eso, pierden su propia naturaleza y su esencia?

       La Sabiduría. – No es eso; sino que no sienten deseo alguno humano, pierden por completo el uso de su voluntad abismándose en la voluntad divina, y no pueden querer más que lo que Dios quiere.

       Su naturaleza y su esencia continúan siendo las mismas, pero adquieren otra forma, otra gloria, otro poder, por estar unidos con la esencia divina y hechos una cosa con ella, no por naturaleza sino por gracia. Una luz inefable y una fuerza irresistible les hace querer siempre lo que Dios quiere.

       Estos dones del cielo se conceden a todos los bienaventurados en premio a la renuncia absoluta que de sí mismo hicieron, y de su total abandono en Dios.

       Discípulo. – ¡Ay, Señor mío! : este abandono es más para admirarse que para ser imitado. ¿Quién en esta vida se olvida de sí, y está del todo indiferente a la prosperidad o a la desgracia?

       En esta vida mortal es dificilísimo amar a Dios con toda pureza sin sentir las propias inclinaciones y prescindiendo siempre de la propia voluntad.

       La Sabiduría. – Yo no te llamo el abandono de los santos, puesto que tú ni entenderlo puedes, porque te lo impiden las necesidades e imperfecciones de la naturaleza. Pero al menos, aprende el abandono de mis fieles servidores, que semeja e imita el de los santos del paraíso.

       Entre mis escogidos hay almas piadosas que viven completamente olvidadas del mundo y de sí mismas, y que tienen una virtud estable, inmutable, y como si dijéramos, eterna como Dios. Estas almas, por medio de la gracia, se han transformado en la imagen y en la unidad de su principio, y así como Dios no puede hacer nada que no sea para su propia gloria, así ellas no piensan mas que en Dios, ni aman, ni quieren más que a Dios y su santa voluntad.

       Este estado de propia abnegación y de unión con Dios se perfecciona en el cielo; mas aquí en la tierra se encuentra solamente entre algunos de mis más fervorosos siervos, y esto en grados diferentes según que se les comuniquen más o menos los tesoros de mi gracia.

 

 Capítulo XXIX

LA VERDADERA RENUNCIA DE SI MISMO

       Discípulo. – Mostradme, Sabiduría Eterna, cómo padecen y cómo mueren esos vuestros siervos que ya en la tierra se abandonan perfectamente a Vos. Yo me pienso que llevan una vida muy pura, que guardan los consejos evangélicos, y que aspiran siempre a lo más perfecto.

       La Sabiduría. – Es de todo punto imposible abandonarse a Dios sin observar perfectamente la ley y sin una grandísima pureza de corazón. Porque el alma que se ama a sí misma y que ama a las criaturas, ni tiene la pureza de mi amor ni podrá nunca renunciar a su voluntad propia.

       Mis siervos viven siempre con gran perfección, sin apego a sí mismos en las cosas exteriores ni en las interiores, libres en su cuerpo y en su espíritu de toda propiedad. En las tentaciones son tan valientes y decididos que desprecian los sufrimientos y los reputan por nada. Están siempre dispuestos a la muerte, y no sólo la reciben resignados cuando Dios se la envía, sino que la quieren, la desean más que todos los tesoros de la tierra, y no quisieran por nada de este mundo salirse por un solo instante de lo que les diga mi voluntad.

       Discípulo. Y para esta vida de perfecta abnegación, ¿que es preferible, la contemplación o la acción?

       La Sabiduría. – Las dos cosas deben ir juntas... ¿De qué serviría el investigar qué es la virtud, qué es la unión, la renuncia de sí mismo, si por otra parte no se combate a la naturaleza ni se la libra del pecado domando sus pasiones, si no se pone en práctica la virtud misma? En ese caso, quien más estudia es el que pierde más, porque el hombre se paga de su ciencia, no vela sobre sí, y llega a usar de una libertad que es muy encantadora mas también muy engañosa.

       Discípulo. – Eso es un abuso de la ciencia, y no hay por qué extrañarse si muchos sabios se pierden. De lo que no se puede abusar es de la vida austera y de los rigores de la santa penitencia.

       La Sabiduría – Es verdad; pero con tal que lo exterior corresponda a lo interior, pues ya sabes que personas exteriormente muy mortificadas, no llegan a abandonarse en manos de Dios.

       Discípulo. ¿No es ya el sufrimiento una imitación de Jesucristo y de su Cruz?

       La Sabiduría. – Sería mejor decir, una apariencia de imitación. Estas personas no quieren de verdad conformarse con la vida de Jesucristo, que fue la dulzura y la humildad misma pues que ellas zahieren y juzgan al prójimo con mucha facilidad, desprecian y aun condenan a cuantos no viven como ellas. Si quieres conocerlas de una vez, no tienes más que herirlas en la voluntad o en su reputación, y verás cuan llenas están de orgullo y cómo viven en una perpetua intranquilidad.

       Me parece que está bien claro que estas almas no han llegado aún a la renuncia de sí mismas, como Cristo la enseña, ni se han abandonado jamás de verdad en las manos de Dios, ni han muerto a sí mismas y a sus propios deseos. Bajo las apariencias de una vida austera conservan vivas las pasiones, procurando siempre realizar su voluntad propia.

 

Capítulo XXX

LA UNION DEL ALMA CON DIOS

       Discípulo. – ¿De dónde les llega a los escogidos su renuncia exterior e interior en Dios, y el unirse a El en una unidad perfecta?

       La Sabiduría – De la generación y de la filiación de Dios, porque todos mis verdaderos siervos son hijos de Dios; pues ya dijo San Juan: Se ha concedido el poder ser hijos de Dios a todos los que de Dios han nacido. Además, por la gracia participan de la naturaleza y de la acción de Dios, pues el Padre produce hijos semejantes a sí.

       El alma justa que se abandona en Dios para unirse con El, que es eterno, triunfa del tiempo y posee una vida bienaventurada que la transforma en Dios.

       Discípulo. – Pero no entiendo cómo tantas criaturas, distintas todas, pueden tener en Dios una sola existencia. Siempre media un abismo infinito entre el alma justa y Dios, entré la criatura y el Creador.

       La Sabiduría. – Hijo mío; tú razonas según los sentidos; pero si quieres llegar a conocer la verdad, por conocimiento natural, nunca lograrás entender lo que me preguntas; porque la verdad divina mejor se conoce sin estudiarla que estudiándola.

       En Dios son una misma cosa el tiempo y la eternidad; y no hay diversidad entre el ser temporal de las cosas en sí mismas y la esencia de Dios. Elévate sobre los sentidos, y comprenderás todo esto.


       El discípulo sufrió entonces un rapto, y durante doce semanas estuvo privado del uso de los sentidos exteriores. No sabía si estaba en el mundo o afuera de él, porque mientras esta visión le duró, no sentía ni entendía más que un Dios único y simple, sin poder distinguir la multitud y variedad de las criaturas. Cuando la visión hubo terminado, le dijo la divina Sabiduría:


       La Sabiduría. – ¿Qué te ha sucedido, amigo mío? ; ¿dónde estabas y qué has visto? ; ¿no te había dicho yo la verdad?

       Discípulo. – Sí, Señor. Pero la verdad es que nunca hubiera entendido esto si no lo hubiese experimentado. Ahora me parece que ya sé hacia dónde tiende y hasta dónde llega la vida de un alma que se ha abandonado totalmente en vuestras manos. Los sentidos nos dan a conocer muchas cosas distintas, pero el espíritu las ve en Dios sin diferencia alguna.

       La Sabiduría. – Es muy cierto, porque el alma puede llegar, por medio de la total renuncia de sí misma, a perderse en Dios, ganando mucho en este cambio de ser; puede llegar a envolverse en la divina esencia, de tal modo que no se distinga ya de Dios, y que lo conozca, no ya por imágenes, luces o formas creadas, sino en sí mismo.

       Tú piensas que lo entiendes al llamarlo Espíritu Supremo, Inteligencia Purísima, Esencia, Bondad, Poder, Amor, Felicidad ... ; pero con todo estás más lejos de comprender a Dios que los cielos están de la tierra. Sucede que al llegar al centro de la Divinidad, que es la unidad de todas las cosas, se penetra y se comprende a Dios sin comprenderlo, porque se le comprende de una manera incomprensible; y el alma ya no se distingue de El. Pero tú eres aún incapaz de esta transformación tan maravillosa por la cual el alma, en el abismo de la Divinidad, se transforma en la unidad de Dios perdiéndose a sí misma y confundiéndose con El, no en cuanto a la naturaleza, sino en tanto vida y facultades.

       Para el alma que entra en la eternidad, dejan de existir pasado y futuro; todo es presente. Para el que se transforma en la unidad de Dios, dejan de existir las distinciones: un solo ser, una sola felicidad. Es la gracia de una unión perfecta, inmutable, eterna, es la herencia, la gloria de los bienaventurados.

       Durante esta vida mortal, no podéis llegar a estas fuentes de la felicidad; sólo os llegan partículas de ella, gotitas, apenas como prendas de que a aquella gloria estáis predestinados.

        Discípulo. – Decidme, ¡oh dulcísima Sabiduría! , ¿cuál será la acción del hombre en relación a Dios? ¿Llega a perder sus potencias y sus operaciones?

       La Sabiduría – No; pero cuando el hombre se abisma por completo en la unión con Dios y se hace una sola cosa con El, si bien es cierto que no pierde sus potencias puesto que no ha perdido su naturaleza, también lo es que no obra ya como hombre, pues todo lo ve y todo lo conoce en la unidad infinita.

       Los filósofos consideran que las cosas dependen de su causa natural; mis fieles servidores se elevan más que los filósofos, y las consideran como salidas de Dios, que llevan al hombre de retorno a Dios después de su muerte, si es que su vida se conformó con la voluntad divina. Y en este cambio divino, en esta unidad soberana, se consideran a sí mismos juntamente con las demás criaturas, como juntas están todas en la eternidad.

       Discípulo. – Pues entonces, ¿cómo puede el hombre creerse criatura, si en la eternidad, en Dios, nada hay más que Dios? La misma naturaleza sería a la vez creada e increada.

       La Sabiduría. – En esta íntima unión sabe el hombre que es criatura, y que aun cuando no existía era semejante a su idea en Dios, y que no era sino Dios mismo, como lo dijo San Juan: Lo que ha sido hecho era vida en EL. Yo no digo que el hombre sea criatura en Dios, porque Dios no es más que Trinidad y Unidad; pero sí que el hombre existe en Dios de una manera superior e inefable, se hace uno con El, conservando al mismo tiempo su ser natural y particular. Este ser no lo pierde, pero lo disfruta divinamente y vive perfectísimamente toda vez que nada pierde, y en cambio adquiere lo que no tenía, una existencia divina.

       Así verás cómo el alma en Dios permanece siendo criatura, y cómo, una vez que se pierde en este abismo de la Divinidad, no piensa en si es o no criatura. Ella en Dios recibe su vida, su bien, su felicidad, todo cuanto es; y estando así fija e inmóvil en El, cállase y descansa en aquel océano de infinita ventura, no contemplando otra esencia que la divina.

       Cuando el alma sabe ver y contemplar a Dios, entonces sale, por decirlo así, de Dios, y se vuelve a encontrar a sí misma en el orden natural. Este conocimiento de Dios es el que se llama conocimiento vespertino, porque por él las criaturas se distinguen de Dios, mientras que en el conocimiento matutino el alma conoce a Dios sin imágenes, sin diversidad, como Dios es en sí mismo.

       Discípulo. – Dado que no hay relación alguna entre Dios y el alma, ¿cómo puede haber unión?

       La Sabiduría. – La esencia del alma se une a la esencia de Dios, y las potencias y fuerzas del alma a la acción divina. Entonces es cuando el alma conoce que está unida con Dios el ser infinito, que la hace feliz.

        Discípulo. ¿Y puede el hombre llegar a unión durante la vida?

       La Sabiduría – Sí; mas no por los esfuerzos de su inteligencia, sino mediante un rapto divino que saca al alma de la esfera del tiempo.

       Discípulo. – Y en este estado de rapto, ¿puede pecar?

       La Sabiduría. – Si vuelve en sí, podrá pecar, mas no durante la unión, según lo que dijo San Juan: Todo el que ha nacido de Dios no peca, porque la semilla de Dios permanece en él.

       Discípulo. – ¿Y qué hace el alma en una unión tan elevada?

       La Sabiduría. – Sólo una cosa puede hacer pues la base de la unión es una sola, como la esencia divina.

       Discípulo. – ¿Pierde su entendimiento y su voluntad?

       La Sabiduría. – No es que los pierda; pero sólo los ejercita bajo el influjo y la acción de Dios.

       Discípulo. – Entonces, ¿cómo acontece que el alma se pierda toda en Dios?

       La Sabiduría – Porque no entiende ni quiere más que a Dios; y en esta unión no ve nada creado, no vuelve sobre sí misma, ni se refleja sobre su inteligencia y su voluntad; sino que está como envuelta por completo en el abismo de la Divinidad y allí calla, duerme, descansa con inefable suavidad. En aquellos momentos es cuando de verdad se puede decir que se pierde toda en Dios, no en cuanto a la naturaleza, sino en cuanto a la propiedad y uso de la potencias, pues ya no puede querer una cosa u otra, y sólo puede desear a Dios.

       Esta es la perfecta libertad, el no poder querer más que a Dios, es decir querer siempre el bien y nunca el mal. Por eso dijo San Agustín: Quitad los bienes particulares, y fijaos solamente en el Bien en sí: es el Bien supremo al cual nos dirigimos.

 

 Capítulo XXXI

LA VIDA DEL QUE SE ABANDONA A DIOS

       Discípulo. – Ahora os suplico, Sabiduría suprema, que me digáis cómo vive en este mundo el alma justa que se ha abandonado a Dios, y cómo se conduce en las circunstancias y acontecimientos de la vida.

       La Sabiduría. – Pues mira; está muerta a sí misma, a sus miserias y a todas las cosas creadas; es humilde con todos, y gustosamente se somete a sus iguales. En el abismo de mi Divinidad entiende lo que debe hacer, recibe todas las cosas como vienen y como Dios las quiere. Vive libremente dentro de la ley, porque cumple siempre mi voluntad por amor y no por temor.

       Discípulo. – ¿Y los que por esta renuncia de sí mismos llegan a vivir en Dios y en su santa voluntad, tienen que hacer aun exteriormente algunas prácticas espirituales?

       La Sabiduría. – Solamente algunos llegan a este estado sin aniquilar sus fuerzas, pues el continuo esfuerzo que tienen que hacer para abandonarse en Dios y mortificarse en todo, agota en seguida todas las energías vitales.

       Tú procura evitar este aniquilamiento; sigue los ejercicios y prácticas espirituales ordinarias, y conténtate con saber qué debes y qué no debes hacer.

       Discípulo. – ¿Qué es, pues, lo que principalmente hace el hombre que se abandona a Dios?

       La Sabiduría. – Todo su abandono y toda su acción consisten en ponerse total y absolutamente en manos de Dios. Allí encuentran un descanso santo y perfecto, porque al abandonarse a Dios, en El se descansa, y descansando así se obra maravillosamente, toda vez que el abandono a Dios es un acto de amor puro y de virtud perfecta.

       Discípulo. – ¿Y cómo hablan y se conducen con sus prójimos?

       La Sabiduría. – Viven en armonía con todos los hombres, pero sin grabar mucho en sí la imagen ni el recuerdo de ellos. Los aman como si dijéramos sin apego, sin amor, y se compadecen de sus trabajos sin ansiedades, sin inquietudes.

       Discípulo. – Ya que viven exterior e interiormente con tanta pureza, ¿no necesitan confesarse?

       La Sabiduría. – Sabe que es mucho más excelente la confesión que se hace por amor a Dios, que la realizada para obtener el perdón de las culpas.

       Discípulo. – ¿Cómo oran estas almas y cómo ofrecen a Dios sus oraciones?

       La Sabiduría. – Su oración es eficacísima, porque como Dios es espíritu, la oración tiene que proceder del espíritu. Desde luego examinan cuidadosamente si en su interior hay algo que las separe de Dios: imaginaciones, apariencias de apego a las persona o las cosas, algún sentimiento que sea obstáculo para acercarse a Dios... Luego de examinarse se expropian, se despojan de toda imagen y afección humana, y ofrecen sus oraciones puras, olvidándose de sí mismas, para no pensar más que en la gloria de Dios y en la salvación de las almas.

       Todas sus facultades superiores están inundadas de una luz divina que les certifica que Dios es su vida, su esencia y todo su bien; que Dios obra en ella de tal modo que son, no ya simplemente instrumentos suyos, sino también sus adoradores y cooperadores.

       Discípulo. – ¿Y comen y duermen?

       La Sabiduría. – Exteriormente sí, comen y duermen y satisfacen todas las necesidades de la vida ordinaria de los hombres; mas interiormente no saben si comen o si duermen, ni ponen cuidado ninguno en lo que a las necesidades de la vida se refiere. De no ser así, sucedería que gozarían con los manjares y hallarían descanso en la parte baja y animal de su ser.

       Discípulo. – ¿Y cómo conversan con los hombres?

       La Sabiduría. – Prescinden de formalidades y de usos: hablan siempre poco y con gran sencillez. Su conversación es cariñosa y todo lo dicen sin afectación, conservando la tranquilidad y la paz de sus sentidos.

       Discípulo. ¿Todos vuestros siervos están igualmente desprendidos de sí mismos? ¿No les sucede también a veces que se apartan de la verdad y que siguen opiniones falsas?

       La Sabiduría. – En eso del desprendimiento hay sus grados, pero todos convienen en lo esencial.

       Las opiniones comunes las tienen cuando se descuidan y decaen; pero cuando se elevan sobre sí mismos, viven en la plenitud de la ciencia sin equivocarse nunca, porque viven en Dios, que es la Suprema Verdad. Mas entonces no se atribuyen nada a sí mismos, sino a Dios de quien todo les viene.

       Discípulo. – ¿De qué depende que mientras unos sufren grandes congojas y apremios de conciencia, vivan otros con gran calma y seguridad?

       La Sabiduría. – Todo depende de que ni unos ni otros se han desprendido completamente de sí mismos. A unos les queda aún el apego espiritual, y sufren el tormento que da el no haber puesto ese espíritu en manos de Dios; a otros les queda el apego al cuerpo, y éstos tienen que aflojar en su vida espiritual para satisfacer las exigencias del cuerpo.

       Solamente el que después de abandonarse a Dios no vuelve a buscarse a sí mismo es el que disfruta de una vida por completo tranquila e inalterable.

       Y baste, querido mío, con lo que te he dicho. A estas verdades ocultas no se llega estudiando y preguntando, sino renunciando humildemente a sí mismo y abandonándose a Dios.