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SAN AGUSTíN

"LA CIUDAD DE DIOS"
(Selección Libro I)

Editorial Porrúa. México 1988

LIBRO PRIMERO

LA DEVASTACI”N DE ROMA NO FUE CASTIGO DE LOS DIOSES DEBIDO AL CRISTIANISMO

CAPITULO PRIMERO

De los enemigos del nombre cristiano, y de cómo éstos fueron perdonados por los bárbaros, por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos en el saqueo y destrucción de la ciudad.

Hijos de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes hemos de defender la Ciudad de Dios, no obstante que muchos, abjurando sus errores, vienen a ser buenos ciudadanos; pero la mayor parte la manifiestan un odio inexorable y eficaz, mostrándose tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor, que en la actualidad no podrían mover contra ella sus maldicientes lenguas si cuando huían el cuello de la segur vengadora de su contrario no hallaran la vida, con que tanto se ensoberbecen, en sus sagrados templos. Por ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos a quienes, por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros? Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en la devastación de Roma acogieron dentro de sí a los que precipitadamente, y temerosos de perder sus vidas, en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo número se comprendieron no sólo los gentiles, sino también los cristianos. Hasta estos lugares sagrados venía ejecutando su furor el enemigo, pero allí mismo se amortiguaba o apagaba el furor del encarnizado asesino, y, al fin, a estos sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a los que, hallados fuera de los santos asilos, habían perdonado las vidas, para que no cayesen en las manos de los que no usaban ejercitar semejante piedad, por lo que es muy digno de notar que una nación tan feroz, que en todas partes se manifestaba cruel y sanguinaria, haciendo crueles estragos, luego que se aproximó a los templos y capillas, donde la estaba prohibida su profanación, así como el ejercer las violencias que en otras partes la fuera permitido por derecho de la guerra, refrenaba del todo el ímpetu furioso de su espada, desprendiéndose igualmente del afecto de codicia que la poseía de hacer una gran presa en ciudad tan rica y abastecida. De esta manera libertaron sus vidas muchos que al presente infaman y murmuran de los tiempos cristianos, imputando a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, y no atribuyendo a este gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su santo nombre de conservarles las vidas; antes por el contrario, cada uno, respectivamente, hacía depender este feliz suceso de la influencia benéfica del hado, o de su buena suerte, cuando, si lo reflexionasen con madurez, deberían atribuir las molestias y penalidades que sufrieron por la mano vengadora de sus enemigos a los inescrutables arcanos y sabias disposiciones de la Providencia divina, que acostumbra a corregir y aniquilar con los funestos efectos que presagia una guerra cruel los vicios y las corrompidas costumbres de los hombres, y siempre que los buenos hacen una vida loable e incorregible suele, a veces, ejercitar su paciencia con semejantes tribulaciones, para proporcionarles la aureola de su mérito; y cuando ya tiene probada su conformidad, dispone transferir los trabajos a otro lugar, o detenerlos todavía en esta vida para otros designios que nuestra limitada trascendencia no puede penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos impugnadores atribuir a los tiempos en que florecía el dogma católico la particular gracia de haberles hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el estilo observado en la guerra, sin otro respeto que por indicar su sumisión y reverencia a Jesucristo, concediéndoles este singular favor en cualquier lugar que los hallaban, y con especialidad a los que se acogían al sagrado de los templos dedicados al augusto nombre de nuestro Dios (los que eran sumamente espaciosos y capaces de una multitud numerosa), para que de este modo se manifestasen superabundantemente los rasgos de su misericordia y piedad.

De esta constante doctrina podrían aprovecharse para tributar las más reverentes gracias a Dios, acudiendo verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo nombre, con el fin de librarse por este medio de las perpetuas penas y tormentos del fuego eterno, así como de su presente destrucción; porque muchos de estos que veis que con tanta libertad y desacato hacen escarnio de los siervos de Jesucristo no hubieran huido de su ruina y muerte si no fingiesen que eran católicos; y ahora su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia, con dañado corazón se opone a aquel santo nombre, que en el tiempo de sus infortunios le sirvió de antemural, irritando de este modo la divina justicia y dando motivo a que su ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y dolores que están preparados perpetuamente a los malos, pues su confesión, creencia y gratitud fue no de corazón, sino con la boca, por poder disfrutar más tiempo de las felicidades momentáneas y caducas de esta vida.


CAPITULO II

Que jamás ha habido guerra en que los vencedores perdonasen a los vencidos por respeto y amor a los dioses de éstos

Y supuesto que están escritas en los anales del mundo y en los fastos de los antiguos tantas guerras acaecidas antes y después de la fundación y restablecimiento de Roma y su Imperio, lean y manifiesten estos insensatos un solo pasaje, una sola línea, donde se diga que los gentiles hayan tomado alguna ciudad en que los vencedores perdonasen a los que se habían acogido (como lugar de refugio) a los templos de sus dioses. Pongan patente un solo lugar donde se. refiera que en alguna ocasión mandó un capitán bárbaro, entrando por asalto y a fuerza de armas en una plaza, que no molestasen ni hiciesen mal a todos aquellos que se hallasen en tal o tal templo. ¿Por ventura, no vio Eneas a Príamo violando con su sangre las aras que él mismo había consagrado? Diómedes y Ulises, degollando las guardias del alcázar y torre del homenaje, ¿no arrebataron el sagrado Paladión, atreviéndose a profanar con sus sangrientas manos las virginales vendas de la diosa? Aunque no es positivo que de resultas de tan trágico suceso comenzaron a amainar y desfallecer las esperanzas de los griegos; pues en seguida vencieron y destruyeron a Troya a sangre y fuego, degollando a Príamo, que se había guarecido bajo la religiosidad de los altares. Sería a vista de este acaecimiento una proposición quimérica el sostener que Troya se perdió porque perdió a Minerva; porque ¿qué diremos que perdió primero la misma Minerva para que ella se perdiese? ¿Fueron por ventura sus guardas? Y esto seguramente es lo más cierto, pues, degollados, luego la pudieron robar, ya que la defensa de los hombres no dependía de la imagen, antes más bien, la de ésta dependía de la de aquéllos. Y estas naciones ilusas, ¿cómo adoraban y daban culto (precisamente para que los defendiese a ellos y a su patria) a aquella deidad que no pudo guardar a sus mismos centinelas?


CAPITULO III

Cuán imprudentes fueron los romanos en creer que los dioses Penates, que no pudieron guardar a Troya, les habían de aprovechar a ellos

Y ved aquí demostrado a qué especie de dioses encomendaron los romanos la conservación de su ciudad: ¡oh error sobremanera lastimoso! Enójanse con nosotros porque referimos la inútil protección que les prestan sus dioses, y no se irritan de sus escritores (autores de tantas patrañas), que, para entenderlos y comprenderlos, aprontaron su dinero, teniendo a aquellos que se los leían por muy dignos de ser honrados con salario público y otros honores. Digo, pues, que en Virgilio, donde estudian los niños, se hallan todas estas ficciones, y leyendo un poeta tan famoso como sabio, en los primeros años de la pubertad, no se les puede olvidar tan fácilmente, según la sentencia de Horacio, "que el olor que una vez se pega a una vasija nueva le dura después para siempreé. Introduce, pues, Virgilio a Juno, enojada y contraria de los troyanos, que dice a Eolo, rey de los vientos, procurando irritarle contra ellos: "Una gente enemiga mía va navegando por el mar Tirreno, y lleva consigo a Italia Troya y sus dioses vencidos"; ¿y es posible que unos hombres prudentes y circunspectos encomendasen la guarda de su ciudad de Roma a estos dioses vencidos, sólo con el objeto de que ella jamás fuese entrada de sus enemigos? Pero a esta objeción terminante contestarán alegando que expresiones tan enérgicas y coléricas las dijo Juno como mujer airada y resentida, no sabiendo lo que raciocinaba. Sin embargo, oigamos al mismo Eneas, a quien frecuentemente llama piadoso, y atendamos con reflexión a su sentimiento: "Ved aquí a Panto, sacerdote del Alcázar, y de Febo, abrazado él mismo con los vencidos dioses, y con un pequeño nieto suyo de la mano que, corriendo despavorido, se acerca hacia mi puerta." No dice que los mismos dioses (a quienes no duda llamar vencidos) se los encomendaron a su defensa, sino que no encargó la suya a estas deidades, pues le dice Héctor "en tus manos encomienda Troya su religión y sus domésticos dioses." Si Virgilio, pues, a estos falsos dioses los confiesa vencidos y ultrajados, y asegura que su conservación fue encargada a un hombre para que lo librase de la muerte huyendo con ellos, ¿no es locura imaginar que se obró prudentemente cuando a Roma se dieron semejantes patronos, y que, si no los perdiera esta ínclita ciudad, no podría ser tomada ni destruida? Mas claro: reverenciar y dar culto a unos dioses humillados, abatidos y vencidos, a quienes tienen por sus tutelares, ¿qué otra cosa es que tener, no buenos dioses, sino malos demonios? ¿Acaso no será más cordura creer, no que Roma jamás experimentaría este estrago, si ellos no se perdieran primero, sino que mucho antes se hubieran perdido, si Roma, con todo su poder, no los hubiera guardado? Porque, ¿quién habrá que, si quiere reflexionar un instante, no advierta que fue presunción ilusoria el persuadirse que no pudo ser tomada Roma bajo el amparo de unos defensores vencidos, y que al fin sufrió su ruina porque perdió los dioses que la custodiaban, pudiendo ser mejor la causa de este desastre el haber querido tener patronos que se habían de perder, y podían ser humillados fácilmente, sin que fuesen capaces de evitarlo? Y cuando los poetas escribían tales patrañas de sus dioses, no fue antojo que les vino de mentir, sino que a hombres sensatos, estando en su cabal juicio, les hizo fuerza la verdad para decirla y confesarla sinceramente. Pero de esta materia trataremos copiosamente y con más oportunidad en otro lugar. Ahora únicamente declararé, del mejor modo que me sea posible, cuanto había empezado a decir sobre los ingratos moradores de la saqueada Roma. Estos, blasfemando y profiriendo execrables expresiones, imputan a Jesucristo las calamidades que ellos justamente padecen por la perversidad de su vida y sus detestables crímenes, y al mismo tiempo no advierten que se les perdona la vida por reverencia a nuestro Redentor, llegando su desvergüenza a impugnar el santo nombre de este gran Dios con las mismas palabras con que falsa y cautelosamente usurparon tan glorioso dictado para librar su vida, o, por mejor decir, aquellas lenguas que de miedo refrenaron en los lugares consagrados a su divinidad, para poder estar allí seguros, y adonde por respeto a él lo estuvieron de sus enemigos; desde allí, libres de la persecución, las sacaron alevemente, para disparar contra él malignas imprecaciones y maldiciones escandalosas.


CAPITULO IV

Cómo el asilo de Juno, lugar privilegiado que había en Troya para los delincuentes, no libró a ninguno de la furia de los griegos, y cómo los templos de los Apóstoles ampararon del furor de los bárbaros a todos los que se acogieron a ellos

La misma Troya, como dije, madre del pueblo romano, en los lugares consagrados a sus dioses no pudo amparar a los suyos ni librarlos del fuego y cuchillo de los griegos, siendo así que era nación que adoraba unos mismos dioses; por el contrario, pusieron en el asilo y templo de Juno Phenix, y al bravo Ulises para guarda del botín. Aquí depositaban las preciosas alhajas de Troya, que conducían de todas partes, las que extraían de los templos que incendiaron, las mesas de los dioses, los tazones de oro macizo y las ropas que robaban; alrededor estaban los niños y sus medrosas madres, en una prolongada fila, observando el rigor del saqueo. En efecto: eligieron un templo consagrado a la deidad de Juno, no con el ánimo de que de él no se pudiesen extraer los cautivos, sino para que dentro de él fuesen encerrados con mayor seguridad. Compara, pues, ahora aquel asilo y lugar privilegiado, no ya dedicado a un dios ordinario o de la turba común, sino consagrado a la hermana y mujer del mismo Júpiter y reina de todas las deidades, con las iglesias de nuestros Santos Apóstoles, y observa si puede formarse paralelo entre unos y otros asilos. En Troya los vencedores conducían como en triunfo los despojos y presas que habían robado de los templos abrasados y de las estatuas y tesoros de los dioses, con ánimo de distribuir el botín entre todos y no de comunicarlo o restituirlo a los miserables vencidos; pero en Roma volvían con reverencia y decoro las alhajas, que, hurtadas en diversos lugares, averiguaban pertenecer a los templos y santas capillas. En Troya los vencidos perdían la libertad, y en Roma la conservaban ilesa con todas sus pertenencias. Allá prendían, en cerraban y cautivaban a los vencidos, y acá se prohibía rigurosamente el cautiverio. En Troya encerraban y aprisionaban los vencedores a los que estaban señalados para esclavos, y en Roma conducían piadosamente los godos a sus respectivos hogares a los que habían de ser rescatados y puestos en libertad. Finalmente, allá la arrogancia y ambición de los inconstantes griegos escogió para sus usos y quiméricas supersticiones el templo de Juno; acá la misericordia y respeto de los godos (a pesar de ser nación bárbara e indisciplinada) escogió las iglesias de Cristo para asilo y amparo de sus fieles. Si no es que quieran decir que los griegos, en su victoria, respetaron los templos de los dioses comunes, no atreviéndose a matar ni cautivar en ellos a los miserables y vencidos troyanos que a ellos se acogían. Y concebido esto, diremos que Virgilio fingió aquellos sucesos conforme al estilo de los poetas; pero lo cierto es que él nos pintó con los más bellos coloridos la práctica que suelen observar los enemigos cuando saquean y destruyen las ciudades.


CAPITULO V

Lo que sintió Julio César sobre lo que comúnmente suelen hacer los enemigos cuando entran por fuerza en Las ciudades

Julio César, en el dictamen que dio en el Senado sobre los conjurados, insertó elegantemente aquella norma que regularmente siguen los vencedores en las ciudades conquistadas, según lo refiere Salustio, historiador tan verídico como sabio. "Es ordinario, dice, en la guerra, el forzar las doncellas, robar los muchachos, arrancar los tiernos hijos de los pechos de sus madres, ser violentadas las casadas y madres de familia, y practicar todo cuanto se le antoja a la insolencia de los vencedores; saquear los templos y casas, llevándolo todo a sangre y fuego, y, finalmente, ver las calles, las plazas... todo lleno de armas, cuerpos muertos, sangre vertida, confusión y lamentos." Si César no mencionara en este lugar los templos, acaso pensaríamos que los enemigos solían respetar los lugares sagrados. Esta profanación temían los templos romanos les había de sobrevenir, causada, no por mano de enemigos, sino por la de Catilina y sus aliados, nobilísimos senadores y ciudadanos romanos; pero, ¿qué podía esperarse de una gente infiel y parricida?


CAPITULO VI

Que ni los mismos romanos jamás entraron por fuerza en alguna ciudad de modo que perdonasen a los vencidos que se guarecían en los templos

Pero ¿qué necesidad hay de discurrir por tantas naciones que han sostenido crueles guerras entre sí, las que no perdonaron a los vencidos que se acogieron al sagrado de sus templos? Observemos a los mismos romanos, recorramos el dilatado campo de su conducta, y examinemos a fondo sus prendas, en cuya especial alabanza se dijo: "que tenían por blasón perdonar a los rendidos y abatir a los soberbios"; y que siendo ofendidos quisieron más perdonar a sus enemigos que ejecutar en sus cervices la venganza. Pero, supuesto que esta nación avasalladora conquistó y saqueó un crecido número de ciudades que abrazan casi el ámbito de la tierra, con sólo el designio de extender y dilatar su dominación e imperio, dígannos si en alguna historia se lee que hayan exceptuado de sus rigores los templos donde librasen sus cuellos los que se acogían a su sagrado. ¿Diremos, acaso, que así lo practicaron, y que sus historiadores pasaron en silencio una particularidad tan esencial? ¿Cómo es posible que los que andaban cazando acciones gloriosas para atribuírselas a esta nación belicosa, buscándolas curiosamente en todos los lugares y tiempos, hubieran omitido un hecho tan señalado, que, según su sentir, es el rasgo característico de la piedad, el más notable y digno de encomios? De Marco Marcelo, famoso capitán romano que ganó la insigne ciudad de Siracusa, se refiere que la lloró viéndose precisado a arruinarla, y que antes de derramar la sangre de sus moradores vertió él sobre ella sus lágrimas, cuidó también de la honestidad, queriendo se observase rigurosamente este precepto, a pesar de ser los siracusanos sus enemigos. Y para que todo esto se ejecutase como apetecía, antes que como vencedor mandase acometer y dar el asalto a la ciudad, hizo publicar un bando por el que se prescribía que nadie hiciese fuerza a todo el que fuese libre; con todo, asolaron la ciudad, conforme al estilo de la guerra, y no se halla monumento que nos manifieste que un general tan casto y clemente como Marcelo mandase no se molestase a los que se refugiasen en tal o cual templo. Lo cual, sin duda, no se hubiera pasado por alto, así como tampoco se pasaron en silencio las lágrimas de Marcelo y el bando que mandó publicar en los reales a favor de la honestidad. Quinto Fabio Máximo, que destruyó la ciudad de Tarento, es celebrado porque no permitió se saqueasen ni maltratasen las estatuas de los dioses. Esta orden procedió de que, consultándole su secretario qué disponía se hiciese de las imágenes y estatuas de los dioses, de las que muchas habían sido ya cogidas, aun en términos graciosos y burlescos, manifestó su templanza, pues deseando saber de qué calidad eran las estatuas, y respondiéndole que no sólo eran muchas en número y grandeza, sino también que estaban armadas, dijo con donaire: "Dejémosles a los tarentinos sus dioses airados." Pero, supuesto que los historiadores romanos no pudieron dejar de contar las lágrimas de Marcelo, ni el donaire de Fabio, ni la honesta clemencia de aquél y la graciosa moderación de éste, ¿cómo lo omitieran si ambos hubiesen perdonado alguna persona por reverencia a alguno de sus dioses, mandando que no se diese muerte ni cautivase a los que se refugiasen en el templo?


CAPITULO VII

Que lo que hubo de rigor en la destrucción de Roma sucedió según el estilo de la guerra, y lo que de clemencia provino del poder del nombre de Cristo

Todo cuanto acaeció en este último saco de Roma: efusión de sangre, ruina de edificios, robos, incendios, lamentos y aflicción, procedía del estilo ordinario de la guerra; pero lo que se experimentó y debió tenerse por un caso extraordinario, fue que la crueldad bárbara del vencedor se mostrase tan mansa y benigna, que eligiese y señalase unas iglesias sumamente capaces para que se acogiese y salvase en ellas el pueblo, donde a nadie se quitase la vida ni fuese extraído; adonde los enemigos que fuesen piadosos pudiesen conducir a muchos para librarlos de la muerte, y de donde los que fuesen crueles no pudiesen sacar a ninguno para reducirle a esclavitud; éstos son, ciertamente, efectos de la misericordia divina. Pero si hay alguno tan procaz de no advertir que esta particular gracia debe atribuirse al nombre de Cristo y a los tiempos cristianos, sin duda está ciego; el que lo ve y no lo celebra es ingrato, y el que se opone a los que celebran con júbilo y gratitud este singular beneficio es un insensato. No permita Dios que ningún cuerdo quiera imputar esta maravilla a la fuerza de los bárbaros. El que puso terror en los ánimos fieros, el que los refrenó, el que milagrosamente los templó, fue Aquel mismo que mucho antes había dicho por su Profeta: "Tomaré enmienda de ellos castigando sus culpas y pecados, enviándoles el azote de las guerras, hambre y peste; pero no despediré de ellos mi misericordia ni alzaré la mano del cumplimiento de la palabra que les tengo dada".


CAPITULO VIII

De los bienes y males, que por la mayor parte son comunes a los buenos y malos

No obstante, dirá alguno: ¿por qué se comunica esta misericordia del Altísimo a los impíos e ingratos?, y respondemos, no por otro motivo, sino porque usa de ella con nosotros. ¿Y quién es tan benigno para con todos? "El mismo que hace que cada día salga el sol para los buenos y para los malos, y que llueva sobre los justos y los pecadores". Porque aunque es cierto que algunos, meditando atentamente sobre este punto, se arrepentirán y enmendarán de su pecado, otros, como dice el Apóstol, "no haciendo caso del inmenso tesoro de la divina bondad y paciencia con que los espera, se acumulan, con la dureza y obstinación incorregible de su corazón, el tesoro de la divina ira, la cual se les manifestará en aquel tremendo día, cuando vendrá airado a juzgar el justo Juez, el cual compensará a cada uno, según las obras que hubiere hecho".Con todo, hemos de entender que la paciencia de Dios respecto de los malos es para convidarlos a la penitencia, dándoles tiempo para su conversión; y el azote y penalidades con que aflige a los justos es para enseñarles a tener sufrimiento, y que su recompensa sea digna de mayor premio. Además de esto, la misericordia de Dios usa de benignidad con los buenos para regalarlos después y conducirlos a la posesión de los bienes celestiales; y su severidad y justicia usa de rigor con los malos para castigarlos como merecen, pues es innegable que el Omnipotente tiene aparejados en la otra vida a los justos unos bienes de los que no gozarán los pecadores, y a éstos unos tormentos tan crueles, con los que no serán molestados los buenos; pero al mismo tiempo quiso que estos bienes y males temporales de la vida mortal fuesen comunes a los unos y a los otros, para que ni apeteciésemos con demasiada codicia los bienes de que vemos gozan también los malos, ni huyésemos torpemente de los males e infortunios que observamos envía también Dios de ordinario a los buenos; aunque hay una diferencia notable en el modo con que usamos de estas cosas, así de las que llaman prósperas como de las que señalan como adversas; porque el bueno, ni se ensoberbece con los bienes temporales, ni con los males se quebranta; mas al pecador le envía Dios adversidades, ya que en el tiempo de la prosperidad se estraga con las pasiones, separándose de las verdaderas sendas de la virtud. Sin embargo, en muchas ocasiones muestra Dios también en la distribución de prosperidad y calamidades con más evidencia su alto poder; porque, si de presente castigase severamente todos los pecados, podría creerse que nada reservaba para el juicio final; y, por otra parte, si en la vida mortal no diese claramente algún castigo a la variedad de delitos, creerían los mortales que no había Providencia Divina. Del mismo modo debe entenderse en cuanto a las felicidades terrenas, las cuales, si el Omnipotente no las concediese con mano liberal a algunos que se las piden con humillación, diríamos que esta particular prerrogativa no pertenecía a la omnipotencia de un Dios tan grande, tan justo y compasivo, y, por consiguiente, si fuese tan franco que las concediese a cuantos las exigen de su bondad, entendería nuestra fragilidad y limitado entendimiento que no debíamos servirle por otro motivo que por la esperanza de iguales premios, y semejantes gracias no nos harían piadosos y religiosos, sino codiciosos y avarientos. Siendo tan cierta esta doctrina, aunque los buenos y malos juntamente hayan sido afligidos con tribulaciones y gravísimos males, no por eso dejan de distinguirse entre sí porque no sean distintos los males que unos y otros han padecido; pues se compadece muy bien la diferencia de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones, y, a pesar de que sufran un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y el vicio; porque así como con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y la paja humea, y con un mismo trillo se quebranta la arista, y el grano se limpia; y asimismo, aunque se expriman con un mismo peso y husillo el aceite y el alpechín, no por eso se confunden entre sí; así también una misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y a los malos los reprueba, destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores abominan y blasfeman de Dios, y los justos le glorifican y piden misericordia; consistiendo la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal que se padece, sino en la de las personas que lo sufren; porque, movidos de un mismo modo, exhala el cieno un hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia suavísima.


CAPITULO IX

De las causas por qué castiga Dios juntamente a los buenos y a los malos

¿Qué han padecido los cristianos en aquella común calamidad, que, considerado con imparcialidad, no les haya valido para mayor aprovechamiento suyo? Lo primero, porque reflexionando con humildad los pecados por los cuales indignado Dios ha enviado al mundo tantas calamidades, aunque ellos estén distantes de ser pecaminosos, viciosos e impíos, con todo, no se tienen por tan exentos de toda culpa que puedan persuadirse no merecen la pena de las calamidades temporales. Además de esto, cada uno, por más ajustado que viva, a veces se deja arrastrar de la carnal concupiscencia, y aunque no se dilate hasta llegar a lo sumo del pecado, al golfo de los vicios y a la impiedad más abominable, sin embargo, degeneran en pecados, o raros, o tanto más ordinarios cuanto son más ligeros. Exceptuados éstos, ¿dónde hallaremos fácilmente quien a estos mismos (por cuya horrenda soberbia, lujuria y avaricia, y por cuyos abominables pecados e impiedades, Dios, según que nos lo tiene amenazado repetidas veces por los Profetas, envía tribulaciones a la tierra) les trate del modo que merecen y viva con ellos de la manera que con semejantes debe vivirse? Pues de ordinario se les disimula, sin enseñarlos ni advertirlos de su fatal estado, y a veces ni se les increpa ni corrige, ya sea porque nos molesta esa fatiga tan interesante al bien de las almas, ya porque nos causa pudor ofenderles cara a cara, reprendiéndoles sus demasías, ya porque deseamos excusar enemistades que acaso nos impidan y perjudiquen en nuestros intereses temporales o en los que pretende nuestra ambición o en los que teme perder nuestra flaqueza; de modo que, aunque a los justos ofenda y desagrade la vida de los pecadores, y por este motivo no incurran al fin en el terrible anatema que a los malos les está prevenido en el estado futuro, con todo, porque perdonan y no reprenden los pecados graves de los impíos, temerosos de los suyos, aunque ligeros y veniales, con justa razón les alcanza juntamente con ellos el azote temporal de las desdichas, aunque no el castigo eterno y las horribles penas del infierno. Así pues, con justa causa gustan de las amarguras de esta vida, cuando Dios los aflige juntamente con los malos, porque, deleitándose en las dulzuras del estado presente, no quisieron mostrarles la errada senda que seguían cuando pecaban, y siempre que cualquiera deja de reprender y corregir a los que obran mal, porque espera ocasión más oportuna, o porque recela que los pecadores pueden empeorarse con el rigor de sus correcciones, o porque no impidan a los débiles, necesitados de una doctrina sana, que vivan ajustadamente, o los persigan y separen de la verdadera creencia, no parece que es ocasión de codicia, sino consejo de caridad. La culpa está en que los que viven bien y aborrecen los vicios de los malos, disimulan los pecados de aquellos a quienes debieran reprender, procurando no ofenderlos porque no les acusen de las acciones que los inocentes usan lícitamente; aunque este saludable ejercicio deberían practicarlo con aquel anhelo y santo celo del que deben estar internamente inspirados los que se contemplan como peregrinos en este mundo y únicamente aspiran a obtener la dicha de gozar la celestial patria. En esta suposición, no sólo los flacos, los que viven en el estado conyugal y tienen sucesión o procuran tenerla y poseen casa y familias (con quienes habla el Apóstol, enseñándoles y amonestándolos cómo deben vivir las mujeres con sus maridos y éstos con aquéllas, los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los criados con sus señores y los señores con sus criados) procuran adquirir las cosas temporales y terrenas perdiendo su dominio contra su voluntad, por cuyo respeto no se atreven a corregir a aquellos cuya vida escandalosa y abominable les da en rostro, sino también los que están ya en estado de mayor perfección, libres del vínculo y obligaciones del matrimonio, pasando su vida con una humilde mesa y traje; éstos, digo, por la mayor parte, consultando a su fama y bienestar, y temiendo las asechanzas y violencias delos impíos, dejan de reprenderlos; y aunque no los teman en tanto grado que para hacer lo mismo que ellos se rindan a sus amenazas y maldades, con todo, aquellos pecados en que no tienen comunicación unos con otros, por lo común no los quieren reprender, pudiendo, quizá, con su corrección lograr la enmienda de algunos, y, cuando ésta les parece imposible, recelan que por esta acción, llena de caridad, corra peligro su crédito y vida; no porque consideren que su fama y vida es necesaria para la utilidad y enseñanza del prójimo, sino porque se apodera de su corazón flaco la falsa idea de que son dignas de aprecio las lisonjeras razones con que los tratan los pecadores, y que, por otra parte, apetecen vivir en concordia entre los hombres durante la breve época de su existencia; y, si alguna vez temen la crítica del vulgo y el tormento de la carne o de la muerte, esto es por algunos efectos que produce la codicia en los corazones, y no por lo que se debe a la caridad. Esta, en mi sentir, es una grave causa, porque juntamente con los malos atribula Dios a los buenos cuando quiere castigar las corrompidas costumbres con la aflicción de las penas temporales. A un mismo tiempo derrama sobre unos y otros las calamidades y los infortunios, no porque juntamente viven mal, sino porque aman la vida temporal como ellos, y estas molestias que sufren son comunes a los justos y a los pecadores, aunque no las padecen de un mismo modo; por esta causa los buenos deben despreciar esta vida caduca y de tan corta duración, para que los pecadores, reprendidos con sus saludables consejos, consigan la eterna y siempre feliz; y cuando no quieren asentir a tan santas máximas ni asociarse con los buenos para obtener el último galardón, los debemos sufrir y amar de corazón, porque mientras existen en esta vida mortal, es siempre problemático y dudoso si mudarán la voluntad volviéndose a su Dios y Criador. En lo cual no sólo son muy desiguales, sino que están más expuestos a su condenación aquellos de quienes dice Dios por su Profeta: "El otro morirá, sin duda, justamente por su pecado, pero a los centinelas yo los castigaré como a sus homicidas", porque para este fin están puestas las atalayas o centinelas, esto es, los Propósitos y Prelados eclesiásticos, para que no dejen de reprender los pecados y procurar la salvación de las almas; mas no por eso estará totalmente exento de esta culpa aquel que, aunque no sea Prelado, con todo, en las personas con quienes vive y conversa ve muchas acciones que reprender, y no lo hace por no chocar con sus índoles y genios fuertes, o por respeto a los bienes que posee lícitamente, en cuya posesión se deleita más de lo que exige la razón. En cuanto a lo segundo, los buenos tienen que examinar otra causa, y es el por qué Dios los aflige con calamidades temporales, como lo hizo Job, y, considerada atentamente, conocerá que el Altísimo opera con admirable probidad y por un medio tan esencial a nuestra salud, para que de este modo se conozca el hombre a sí mismo y aprenda a amar a Dios con virtud y sin interés. Examinadas atentamente estas razones, veamos si acaso ha su cedido algún trabajo a los fieles y temerosos de Dios que no se les haya convertido en bien, a no ser que pretendamos decir es vana aquella sentencia del apóstol, donde dice. "Que es infalible que a los que aman a Dios, todas las cosas, así prósperas como adversas, les son ayudas de costa para su mayor bien."